Es cierto que la fe mueve montañas (cfr. Lc. 17,6), pero también es verdad que si ella no está sustentada por la caridad no sirve de nada (1Co 13,2). He ahí el gran dilema de una fe poderosa que es capaz de mover todo pero que por sí sola no es capaz de alcanzarnos la salvación. Ha sido el gran dilema de la teología y de los estudiosos de la Sagrada Escritura. ¿Cómo decir que creemos en un Dios que está vivo, que nos lleva a pronunciar su nombre con poder para sanar enfermos, expulsar demonios, pero que al mismo tiempo nos dice que esa fe si no está sustentada en el amor no sirve de nada?
En múltiples ocasiones he tratado de dilucidar el tema y me encuentro con el difícil dilema que enfrenta a católicos y protestantes en el que los primeros afirman con el apóstol Santiago que la fe sin obras está muerta mientras que los protestantes afirman que la misma Escritura sostiene que es sólo la fe en Cristo Jesús la que nos alcanza la salvación. Parecería que el mismo apóstol San Pablo se contradijera al hacer las dos afirmaciones: “Sólo la fe en Cristo Jesús nos salva” y “la fe si amor está muerta”. Realmente no hay contradicción en las dos afirmaciones del apóstol pues si bien es cierto que no son las obras las que nos salvan, puesto que nada podemos pagar a Dios para que nos otorgue algo que es enteramente gratuito de su parte, también es verdad que el amor es la mayor prueba de nuestra semejanza a Él. Lo que sucede es que el amor no hace parte de una contraprestación a la obra de Dios en el hombre sino consecuencia de la fe que le profesamos. Podemos afirmar, sin miedo a equivocarnos, que la tenacidad de la fe, capaz de realizar milagros, está sustentada en la caridad que brota del corazón creyente.
Jesús supo combinar perfectamente estas dos virtudes: por un lado, creía firmemente en su Padre Dios, pero por otro, le amaba y amaba a todos los hombres de una manera realmente poderosa. La fe que profesaba el Señor no era solo un asentimiento de su raciocinio a la voluntad de Dios sino también un inclinar de su corazón a lo que ese Dios le pedía. Fue su amor el que lo llevó a entregarse por el mundo y fue su fe la que lo levantó de la tumba. Para él era muy claro que al invocar el nombre de Dios (fe) había que responder al mismo tiempo con el amor a su requerimiento (hacer la voluntad). Es imperioso reconocer la estrecha relación que hay entre estas dos virtudes pues lo propio de un cristiano no es la mera filantropía, a la que está llamado todo ser humano, sino amor otorgado como un ministerio, es decir, ejercido directamente en el nombre de Dios puesto que todo cuanto hacemos lo hacemos movidos precisamente por el amor a Dios y el amor de Dios. La diferencia entre el amor cristiano y el amor humano es que el primero es producto del amor al hombre por Dios, mientras que el segundo es amor al hombre por el hombre mismo. En esa motivación es donde entra en juego la fe del hombre que no es otra cosa que la respuesta personal que damos a la revelación de Dios. Ahí es donde se da la relación directa y personalizada de cada uno para conocer, amar y responder a la voluntad divina.
Ciertamente creemos, de manera inequívoca, que la fe en Cristo Jesús es lo único que nos da la salvación, pero Él enseña además que esa fe en su palabra debe estar alimentada por una caridad perfecta, un amor verdadero, del que sólo Él es el maestro. No amamos para que Dios nos ame más o para que pueda salvarnos (la salvación no se compra ni se paga) pues de hecho nos ama aunque no lo amemos, pero tampoco creemos de manera pasiva dejando la fe como un mero ejercicio mental de aceptación de unas verdades reveladas o de una persona revelada. El amor no antecede a la fe sino que le sucede a ella. No amamos para creer pero si creemos para amar. Se puede amar sin tener fe, pero es imposible tener fe sin amar pues el amor es hermana simbiótica de la fe.
Amor sin fe es mera filantropía, que sin ser mala es un puro instinto natural de amor entre semejantes; fe sin amor es fanatismo, que lleva al hombre a despreciar a los que no creen como él. Amor y fe es respuesta perfecta a un Dios que siendo intangible quiso hacerse hombre sólo para amarnos y enseñarnos a creer de verdad.
Juan Ávila Estrada