Leitza, Navarra, verano de 1999. Estoy pasando unos días en casa de una familia abertzale que tiene acogido a un saharaui amigo mío. Su nombre es Azmán, y le falta la pierna y la cadera derecha, amputadas tras explotarle una granada durante la ofensiva “Ouari Boumedian", llevada a cabo por el Frente Polisario contra las fuerzas de ocupación marroquíes entre 1979 y 1980. En su escasísimo español, me dice una noche: “aquí en el País Vasco, es lo mismo que allí, en el Sáhara". Decido no perder el tiempo intentado explicarle lo que no puede entender.
Otra noche. Estoy invitado a cenar. Los hombres se sientan juntos a un lado, y las mujeres al otro. Los hombres sólo hablan del menú, pero una de las mujeres me aborda sin más contemplaciones: “espero que ahora sepas de primera mano lo que pasa aquí. Los periódicos y las televisiones sólo cuentan mentiras". Mi respuesta es tan directa que nadie queda indiferente, y curiosamente, suelta la lengua de los hombres: “aborrezco todos los nacionalismos".
La conversación gira por diversos derroteros, aterrizando como suele ser habitual, en la religión. Descubro con sorpresa que la mujer que habló primero, ya mayor, asiste a misa a diario y comulga sin perdonar un sólo día: “nuestro país, Euskal Herría, siempre ha sido profundamente católico, y esa es una de nuestras señas de identidad". Poco antes había defendido vehementemente la entrada de los jóvenes vascos en ETA, al carecer de otras opciones para luchar por su “patria".
Por un momento, me dedico a saborear el magnífico chuletón de buey que nos han servido tras el atún, todo ello preparado por el anfitrión. Amo esta tierra en todos y cada uno de sus pequeños detalles. Y lentamente lanzo a la mujer la gran objeción: “pero entonces, ¿que pasa con el quinto mandamiento, no matarás?. No esperaba otra respuesta, el silencio culpable es la única posibilidad.
¿Que quiere? ¡Estos son mis feligreses, el rebaño al que debo atender!. La excusa que contínuamente oímos en buena parte del clero vasco, derivada a posiciones más cómodas y menos dramáticas en el clero catalán y gallego, posiciones mantenidas en primer lugar por los propios obispos de esas diócesis, es lo que ya no puede quedar sin respuesta por más tiempo.
Porque ya no se puede continuar soportando el aborrecible espectáculo que ofrece ese clero y ese episcopado oficiando funerales semiclandestinos por las víctimas, acogiendo, amparando y justificando la barbarie, y comulgando con una irracional patología desviada por completo del sano juicio, mediante la excusa del “también son hijos de Dios". Hablemos de hijos, pues.
Cuando un niño se enrabieta al no ver su capricho satisfecho, cualquier padre con las ideas claras y una formación muy elementalita sabe que lo mejor en esos momentos es ignorarle. Se lleva al niño a su habitación y allí se le deja llorar y patalear todo lo que quiera. El bofetón no suele ser la medida más adecuada. Pero mucho peor aún que el cachete es ceder al antojo del momento. En ese instante, el niño ha pasado a dominar la situación y a imponer su gusto y capricho al adulto, que, obligado como está a proporcionar la mejor educación al vástago, abdica por completo de sus responsabilidades y entra en una dinámica viciada que conducirá a su niño en un futuro a una incapacidad para tolerar la más mínima frustración.
Cualquier analista medianamente lúcido sabe que el antojo nacionalista, y mucho más si viene acompañado del crimen y el horror, jamás, jamás, JAMÁS puede ser respondido con una cesión, del mismo modo que no se puede ceder ante el antojo del niño. Y cualquier pastor de la Iglesia Católica debería saber que JAMÁS puede ceder ante el antojo de sus vástagos violentos, siendo la única opción posible ignorarle hasta que se le pase.
Pero hoy no sólo son los partidos políticos, los poderes públicos, los medios de comunicación y todas las instituciones del Estado, sino también la propia Iglesia Católica la que cede ante la rabieta del vástago, por un terrible complejo según el cual si no se atiende al caprichito del niño, quizás éste pueda revolverse contra el padre y abandonar la casa. ¡Locura sin parangón!.
Y locura que manifiestan también los hechos, pues “por sus frutos los conoceréis". Iglesias secas, envejecidas, moribundas, diócesis con los seminarios vacíos, con la edad media del clero más alta de España. No parece que se trate sólo de opiniones, puntos de vista, cosas discutibles y opinables, como gustan muy mucho de afirmar en ciertos entornos “católicos", sino que más bien parece que los hechos acuden como carga de prueba a sostener, para el que aún pueda ver, estas evidencias.
Y si realmente ese clero vasco cómplice de la barbarie cree en la otra vida, que lo dudo, muy difícil tendrá la respuesta a la pregunta que en el fin de los tiempos se le hará: ¿qué has hecho del rebaño que te confié?. Y si realmente ese clero acomplejado, autoengañado y delirante cree que existe el Dios de los católicos y su evangelio revelado en Jesucristo, que también lo dudo, en esta vida aún son reos de traicionarlo y perder y extraviar a los que les siguen y escuchan, por el espúreo miedo y complejo a ver sus iglesias vacías.
¡En buena hora queden todas las iglesias vacías, mientras en su interior se proclame sin pudor y sin reservas únicamente la verdad!. Sin la verdad, la caridad es imposible. Y millones de españoles, y muchos que somos católicos, estamos hartísimos de este espectáculo de cobardía, irracionalidad, mendacidad y PECADO de esta parte de la Iglesia Católica, que si la etimología no miente, significa universal. Y ya no podemos callar por más tiempo.