Y bien, y para cerrar esta serie que iniciamos con el análisis que hicimos del evangelio de
Mateo (
pinche aquí para conocerlo), el de
Lucas luego (
pinche aquí), y el de
Marcos finalmente (
pinche aquí), entramos de lleno en el más enigmático e interesante de los evangelios (a juicio de quién les habla, si bien me consta compartir la afición con
Benedicto XVI), el de
Juan, que nos va a deparar no menos sorpresas, si cabe, que el de
Marcos.
El
Evangelio de Juan, último de los escritos, entre veinte y cincuenta años posterior al primer sinóptico, cita a
José dos veces por su nombre. No contiene, al igual que
Marcos, y por el contrario de
Mateo y
Lucas, un
Evangelio de la Infancia, aunque algunos asimilan su prólogo a una especie de
Evangelio espiritual de la Infancia, o si se quiere, un
Evangelio de su paternidad divina. Dice el referido prólogo:
“La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre, viniendo a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció […]
la cual no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre sino que nació de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Unigénito, lleno de gracia y de verdad […]
Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn. 1, 118).
Una de cuyas lecturas permite la asimilación del nacimiento de
Jesús -no de la “
sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre sino de Dios” (Jn. 1, 13)- al especialísimo que narran tanto
Mateo como
Lucas en sus evangelios de la infancia Y con mayor caridad que
Mateo y que
Lucas, la condición unigénita de
Jesús:
“el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre” (Jn. 1, 18).
Todo lo cual no obsta para que
Juan se refiera también a la paternidad “humana” de
Jesús, que aparece bien patente en el testimonio de
Felipe, uno de los apóstoles, cuando le dice a
Natanael (otro de los posibles apóstoles
joanescos, que alguna exégesis identifica con el
Bartolomé de los
Sinópticos):
“Aquel de quien escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, el hijo de José, el de Nazaret” (Jn. 1, 45).
Y también en el capítulo titulado
“Discurso en la sinagoga de Cafarnaúm” donde, a semejanza del evento que los sinópticos sitúan en el retorno a la ciudad de su infancia, Nazaret (ver Mt. 13,54-58; Mc. 6, 1-6; Lc. 4,16-24), los absortos compatriotas de
Jesús se preguntan sobre su persona:
“¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos?” (Jn. 6, 42).
Juan se hace eco de un curioso episodio que ha hecho correr ríos de tinta sobre la filiación paterna de Jesús. Lo hace en el capítulo titulado
“Jesús y Abraham”, y en él se recoge este agrio diálogo entre
Jesús y los judíos, en el que por cierto, se contiene un curioso error del redactor, pues
Juan lo presenta diciendo
“decía, pues, Jesús a los judíos que habían creído en él” cuando en realidad recoge una de los más ásperas discusiones que Jesús mantiene con los que, precisamente, no creen en él. Pues bien, en ese debate le reprochan los judíos a
Jesús:
“Nosotros no hemos nacido de la prostitución; no tenemos más padre que a Dios” (Jn. 8, 41).
De múltiples posibles interpretaciones, pero en el que algunos han querido ver la base evangélica de las durísimas acusaciones que vierte contra
Jesús la segunda gran obra de la literatura religiosa judía, el
Talmud, a las que nos referiremos en alguna otra ocasión.
©L.A.
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