… fuiste bautizado con el derramamiento de tu sangre, porque nosotros fuésemos lavados de nuestras maldades (San Juan de Ávila)
¿Cuántas veces no nos habremos conmovido al contemplar la pasión de Jesús? ¿Quién no se ha estremecido al ver, en la película de Mel Gibson, La pasión, cómo golpeaban brutalmente a Jesús y lo clavaban en la cruz? Seguro que, en días como estos, han brotado muchos sentimientos, buenos propósitos y deseos de ser mejores. Sin embargo, cuántas veces no habremos comprobado que esos sentimientos, propósitos y deseos son humo que se desvanece o fuegos artificiales que conmueven un momento y luego desaparecen.
Con frecuencia, en estos días de Semana Santa, he pensado que, si de verdad me creyera todo el amor que Dios me tiene; si de verdad fuera consciente de lo que supone la entrega de Jesús, su pasión, muerte y resurrección, mi vida tendría que cambiar radicalmente.
¡Es tanto tu empeño, Señor, por salvarme! ¡Es tan grande tu deseo por liberarme de las cadenas del pecado! La misericordia de Dios es uno de los más grandes misterios, porque resulta incomprensible hasta donde llega el amor de Dios que entrega al Inocente para rescatar al culpable.
Y, por eso, en estos días santos, sólo brota un deseo de mi corazón, que no deje de conmoverme tu entrega y, a pesar de seguir siendo un pecador, quiero permanecer al pie de la cruz, con las santas mujeres y San Juan, y contemplar y aprender en este misterio de la cruz que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva.
No me mueve mi Dios para quererte