Desde niños nos han enseñado a encomendarnos a Dios, a pedirle en nuestras necesidades, a suplicarle para que solucione todo aquello que se escapa de nuestras manos; por lo menos así lo han hecho aquellos padres que han sido a su vez educados en la fe y en la oración. Tal vez nuestros primeros pasos en la oración se dieron con la famosa carta al “Niño Dios”, cada diciembre. Por medio de ella nos invitaban a pedirle a Dios lo que queríamos como regalo de Navidad con la inesperada frustración de descubrir que aquella carta parecía no haber sido leída por Él pues terminaba trayendo otras cosas que no entusiasmaban tanto. Es que desde allá se vislumbraba que Dios no siempre trae lo que pedimos sino lo que necesitamos. Ya de adultos aprendimos de Jesús “pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque al que pide se le da, el que busca encuentra y al que llama se le abre”. Y una vez más nos pusimos en la tarea, a veces como niños, de seguir elaborando una lista de nuestras necesidades para poder presentárselas de cuando en cuando. Lo que no siempre nos hemos percatado es lo que va a decir más adelante el Señor en cuanto al “pedir, buscar y llamar” y es ahí donde muchas veces nuestras expectativas no se ven colmadas y la frustración se presenta: “Porque si vosotros siendo malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, con mayor razón mi Padre del cielo DARÁ el Espíritu Santo a quien se lo pida…” Ahí está la respuesta y el complemento de lo que significa pedir y buscar.
Ahora bien, supongamos que al presentar esa otra lista de nuestras necesidades el Señor escucha nuestras súplicas, y ciertamente lo hace, y nos da aquello que pedimos ¿qué va a suceder de ahí en adelante? ¿Qué es necesario hacer con aquellos dones obtenidos de su benevolencia y de su compasión por nosotros? Es importante saber que nuestra relación con el Señor no debe depender de las necesidades temporales que tenemos pues eso equivaldría a verlo como una tienda de abastecimiento y no como nuestro Padre que quiere nuestra salvación en Cristo. El peligro de una relación de este estilo es creer, como los israelitas, que al poseer la tierra prometida, el gran sueño del pueblo, ya no era necesario conservar la Alianza que con Dios se había hecho para siempre y que lo único importante era tener un lugar para vivir y cultivar y ver crecer a sus hijos. Fue ahí cuando empezaron a perderse, a desviar su corazón y a adorar todo aquello que no era Dios. No se puede creer que cuando se ha obtenido de Dios aquello que se pidió se cumplió el objetivo de nuestra relación con Él, pues en una sana pedagogía el Señor nos recuerda que la provisión siempre es escasa y el proveedor es permanente. A Dios no puede vérsele como un medio para obtener lo que deseamos sino como un fin en sí mismo. En este sentido es muy probable que, como el pueblo de Israel, habiendo obtenido una promesa de parte del Señor, esta se pueda perder en el camino, no porque el Señor nos la arrebate sino porque es importante redescubrir que ni la tierra, ni la promesa, ni la bendición, ni la larga vida tienen razón de ser cuando nos hemos apartado de su amor, que es lo verdaderamente importante.
La Sagrada Escritura nos enseña de múltiples formas que fue en el exilio, en la pérdida de lo que tanto amaban, donde los israelitas, ayudados por los profetas, redescubrieron la necesidad de volver a la Alianza, de volver al amor primero, de volver a Dios.
Cuando lo importante lo volvemos indispensable y lo indispensable accesorio, entonces el Señor toca nuestra escala de valores y mediante crisis purificadoras nos hace reconsiderar el estilo de vida que llevamos. Por eso, al perder lo que con ahínco pedimos a Dios en oración, lo que debemos pensar no es el valor de la pérdida sino la causa de ella. ¿Qué era lo realmente importante para nosotros? ¿El Proveedor o la provisión? ¿La bendición de Dios o al Dios de la bendición? Es que no se puede obtener lo uno sin desear lo otro. Quien quiera bendiciones de Dios debe querer es a Dios mismo, por sí mismo, por el valor que tiene Él mismo en nuestra vida.
Todo aquello que se tuvo y se perdió es necesario evaluarlo desde el significado, pues probablemente la luz que irradia la belleza de muchas cosas nos hizo enceguecer haciéndonos perder de vista la hermosura de Dios. Es que, buscando a Dios en las criaturas, no podemos quedarnos en la belleza de las criaturas, es necesario trascender, ir más allá de lo evidente y experimentar la belleza de Aquel que hace todo lo bello.
No hagas depender tu relación con el Señor de las necesidades de tu corazón, no lo tomes como un dispensador de tienda, al que le metes una moneda (un padre nuestro) y bota inmediatamente el artículo que necesitas. No busques la despensa, busca al dueño de la despensa.
Juan Ávila Estrada Pbro.