Artículo publicado hoy en el Diario Ideal, edición de Jaén, página 27
Nos acercamos, sin remedio, a la doble fiesta católica de Todos los Santos y el día de los Difuntos. Tapadas ahora por ese carnaval inventado e importado de otras tierras, que ha entrado con fuerza en casas y colegios. El consumo ayuda a semejante cambiazo.
En cierto momento Jesús llamó a uno a seguirle y éste le contestó: “Déjame, Señor, ir a enterrar a mi padre”. El Maestro de modo tajante cortó afirmando: “Deja que los muertos entierren a sus muertos”. (Mateo 8,11).
La tierra española, su cultura y narrativa, sus cuentos y leyendas, ha sido siempre amante de mostrar el culto excesivo a los muertos, creyendo que recordando mucho a la muerte menos se piensa en la cercanía de ella y sus consecuencias para el difunto, familiares y deudos.
No hay obra literaria que se precie, en lengua española, donde no aparezca el muerto de cuerpo presente custodiado por cuatro hachones, metido en una semioscuridad familiar, donde se oyen unos rezos en la habitación contigua. Es la España barroca, la que encontramos en el Hospital de la Caridad de Sevilla y toda la larga historia de don Miguel de Mañara, quién a su muerte, tras servir a los más pobres y humildes de manera abnegada, dejó estipulado en el testamento: ser enterrado en el suelo de la entrada del hospital, para ser pisado por todos.
El culto a los muertos, en España, no ha cesado nunca. Durante los tiempos de los levantamientos populares decimonónicos la masa revolucionaria tenía una nueva versión de relación con los difuntos: la profanación de tumbas, el juego con los restos humanos, vaciando las calotas de cenizas y colocando velas en el interior. Una danza se inventó para la extensión de semejante manera impúdica de respeto a los difuntos.
Otra forma de relación con los fallecidos, en España, ha consistido en la venganza post mortem con los restos humanos, haciendo traslados inexplicables de cadáveres, refocilándose ante el difunto, negando el pan y la sal a los descendientes, legislando reglamentos absolutamente necios pensados solamente para tal familia, y perdiendo el juicio creyéndose poseedor del negro título de profanador de tumbas, cargo que es vitalicio para regodeo del sujeto.
Parece que la técnica y la aceptación de la Iglesia van a terminar con estos desmanes sobre los difuntos y sus familias. La cremación de los cadáveres se está imponiendo lentamente. Además los cementerios municipales, cobrando una pasta gansa por el eterno descanso de unos huesos envueltos de cenizas, ha espabilado a las familias, quienes optan por la cremación antes que por el tradicional enterramiento de los restos del familiar. En alguna parroquias han nacido los conocidos columbarios, donde descansan las cenizas del difunto de forma limpia y alejada de cualquier manipulación de los amigos de las profanaciones de tumbas, rito demoniaco que no conoce el descanso, por mucho que la cultura del pueblo suba, con tesis fraudulentas, mentiras encriptadas, o anhelos imposibles de permanecer sentados en el sillón hasta el final de los tiempos, algo que ningún profanador de tumbas ha conseguido ni los que la historia ha llamado simplemente: coleccionistas de fracasos sobre huesos ajenos.
Tomás de la Torre Lendínez