Una tremenda verdad con la que ha de enfrentarse todo hombre es la muerte. Sí, alguna vez tú y yo mori­remos como lo están haciendo muchos en estos mo­mentos. La muerte es el momento de la autenticidad. La muerte es un interrogante abierto, al cual el cristiano da respuesta contundente. «En aquel tiempo, dijo el Se­ñor a los judíos: Os aseguro: quien guarde mi palabra no sabrá lo que es morir para siempre»

 

Para el que guarda la palabra de Dios la muerte es el principio de la vida. El cristiano tiene que pensar en la muerte. Debe meditar serenamente esta verdad hasta que llegue a ser familiar para él. Debe aprender a tra­tarla como a una hermana llena de luz y de experiencia, capaz de dar los consejos más seguros y desinteresa­dos.

 

La muerte es el término de nuestro peregrinar. La muerte es el momento alegre de decir: todo está con­sumado. Es el momento de encontrarnos con el Padre a quien tanto queremos.

 

En el alma cristiana despierta un sentimiento de con­suelo en meditar esta verdad.

 

Cuando escribo estas líneas oigo a lo lejos en un transistor aquella canción que dice: «Solamente una vez se entrega el alma, solamente una vez y nada más...». ¿No merece la pena que cuando la entreguemos lo ha­gamos con las manos llenas de obras de amor, de frutos maduros, de talentos negociados?

 

«¿No has oído con qué tono de tristeza se lamentan los mundanos que ´cada día que pasa es morir un po­co´?

Pues, yo te digo: alégrate, alma de apóstol, porque cada día que pasa te aproximas a la vida» (Camino, 737)

Juan García Inza