Medias tintas, tibieza, incredulidad, desgana, deslealtad, frialdad, comodidad, etc. Son adjetivos que no podemos permitirnos en ningún ambiente cristiano, y que por desgracia, abundan por doquier en los mismos. Perdónenme si hoy alzo la voz para decir YA BASTA.
Ya basta de colegios católicos en los que Jesús no está presente más allá de una cruz colgada en alguna pared, centrados en su propia orden o congregación, desligados de la Iglesia, que no predican más que un mensaje social, donde si sus fundadores levantaran la cabeza harían, como Cristo, un azote de cordeles para echar a directores y profesores.
Y hablando de profesores, ya basta de profesores de religión que enseñan lo que buenamente les viene en gana, pasándose por el forro el magisterio de la Iglesia y la más mínima doctrina católica. Ya basta de que no tengan vergüenza de criticar abiertamente a la Iglesia en las aulas.
Ya basta de catequistas que relativizan el mensaje del Evangelio, que no preparan sus catequesis, que aburren a los chiquillos en una de las pocas oportunidades que tendrán para encontrarse con Cristo, que transmiten una fe rancia, muerta.
Ya basta de sacerdotes que no se creen lo que predican, que hace tiempo que perdieron la pasión, y que no se preocupan por recuperarla.
Ya basta. Pues dijo Jesús:
“He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya hubiera prendido!” (Lc 12, 49).
Aquí pecadores e incapaces somos todos. Pero aquellos que están en puestos de primera línea de batalla, con responsabilidad en la educación y cuidado de la fe de otros, harían bien en hacérselo mirar si se dedican a echar cada día un cubo de agua fría al fuego del Espíritu Santo. Nadie está en un puesto así obligado; son administradores del mayor de los tesoros, y como tales el Señor les pide fidelidad: a su Palabra, a su Iglesia, a su llamada. No necesitamos más gente edulcorando el mensaje del Evangelio, en un mundo que se muere, sediento de algo auténtico, de la Verdad, de Dios.
No, no podemos permitirnos ser Lázaros metidos en sepulcros. Es urgente escuchar la voz de Cristo llamándonos a la vida.
Para enseñar a ser “güenos” ya están los scouts (y lo hacen francamente bien, ojalá hubiera muchos). Para hablar de tolerancia y respeto tenemos a “Los Lunnis”. Y para un escandalosamente hipócrita y vomitivo interés por “todos los pueblos y naciones”, está la ONU.
Se trata de otra cosa: de enseñar a abrazar la cruz, de enfrentar el dolor y la muerte, que existen y no pueden esconderse bajo la alfombra. De invitar a descubrir que la vida tiene todo el sentido, y éste va mucho más allá del móvil, de la consola, de lo que vas a ponerte hoy, del chico o chica que te gusta, de tu coche, de tu cuenta bancaria y de la asquerosidad de trabajo que tienes o que buscas. ¡Que la vida está en Cristo y sólo en Él! ¡Que murió para que nosotros tengamos vida, y vida en abundancia! No una anodina existencia sin pena ni gloria, intrascendente. Por favor, si no están dispuestos a proclamarlo a los cuatro vientos, con toda su alma, contra viento y marea, apártense a un lado y dejen paso.
El Apóstol es bien claro al respecto en la Epístola a los Romanos:
“Pero, ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?”
Ante esta llamada no cabe otra respuesta sino la del profeta “heme aquí: envíame”.