Mire cada cual para su alma. Muere si peca, porque el pecado es la muerte del alma (San Agustín)
El mar Muerto, sin embargo, es todo lo contrario. Es un agua tan densa que parece aceite. Tiene tal concentración de sal que es imposible que en él haya vida. En el mar Muerto, el agua no fluye, sino que está estancada, no sirve para regar y, en consecuencia, tampoco puede producir frutos, ni plantas, ni árboles, no engendra vida.
Todos tenemos el mismo origen en Dios, que nos ha creado iguales, con libertad. Esto supone que todos tenemos las mismas oportunidades y que, cada uno, somos para lo bueno y para lo malo dueños de nuestro destino. A diferencia del mar de Galilea o del mar Muerto podemos elegir qué queremos hacer con nuestra vida. Alguien puede pensar: ‘las circunstancias nos determinan’, ‘en muchas ocasiones no elegimos’, ‘estamos determinados’. En parte, sólo en parte, porque al final siempre soy yo quien elige cómo actuar y qué camino tomar.
Ahora bien, igual que el mar de Galilea y el mar muerto, con nuestros actos libres podemos generar vida o podemos generar muerte. ¿Dónde está la diferencia? En si vivimos vida divina o vivimos como ‘muertos vivientes’. La primera viene de Dios y da fruto si respondemos con generosidad. La segunda, es siempre consecuencia del pecado, acto libre del hombre que lleva consigo la muerte.
Y, también, a diferencia del mar de Galilea y del mar muerto, el hombre pecador puede recuperar la vida, volver a la amistad con Dios que el pecado le había arrebatado. El creyente que se reconcilia con Dios puede experimentar de nuevo el paso de la muerte a la vida, porque el pecado no tiene la última palabra, porque Cristo, que es la Vida, muere para destruir el pecado; porque su amor es más poderoso que la muerte.
El misterio de la piedad, por parte de Dios, es aquella misericordia de la que el Señor y Padre nuestro —lo repito una vez más— es infinitamente rico… es un amor más poderoso que el pecado, más fuerte que la muerte. Cuando nos damos cuenta de que el amor que Dios tiene por nosotros no se para ante nuestro pecado, no se echa atrás ante nuestras ofensas, sino que se hace más solícito y generoso; cuando somos conscientes de que este amor ha llegado incluso a causar la pasión y la muerte del Verbo hecho carne, que ha aceptado redimirnos pagando con su Sangre, entonces prorrumpimos en un acto de reconocimiento: «Sí, el Señor es rico en misericordia» y decimos asimismo: «El Señor es misericordia»[1].
[1] Juan Pablo II, Reconciliación y penitencia 22.