Nos recuerda el Evangelio de hoy aquella ocasión en que Cristo pasa por los soportales de la piscina de Betesda. Se encuentra con un hombre que lleva treinta y ocho años enfermo. «Jesús, al verlo, y sabiendo que llevaba mucho tiempo, le dice: ¿Quieres quedar sano? El enfermo le contestó: Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se ha adelantado. Jesús le dice: Levántate, toma tu camilla y echa a andar. Y al momento el hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a an­dar»

 

¡Qué egoístas somos los hombres! Vamos casi siem­pre a lo nuestro. Para ello atropellamos, pisoteamos, robamos la vez.

 

Aquel pobre hombre no tenía a nadie que le

metiera en la piscina. Y de paralíticos de éstos

está hoy llena la vida.

 

El apóstol es el cristiano que tiende la mano a

todo aquel que no puede andar porque tiene el

alma parali­zada.

 

El apóstol siente la alegría de darse para hacer

más feliz la vida a los demás. Recuerdo la carta

de Ana, una madre de familia que murió y que

hace tiempo publicaba la revista «Mundo

Cristiano». Dice así:

 

«Al leer la carta de don Ignacio sobre lo maravilloso que es ser sacerdote —"le daban ganas de dar botes de alegría", dice— pensé que eso mismo deseo yo, des­de mi lugar de madre de familia —tengo nueve hijos—.

Desde luego no fue siempre así; al mirar atrás

pienso que nunca me satisfacía nada, quizá

porque sólo busca­ba contentarme a mí misma.

La solución me llegó de golpe, tengo treinta y

ocho años y la encontré hace dos.

Fue ai darme cuenta de que todo aquello que

yo ha­cía se volvía enano de puro pequeño y

raquítico, al ha­cerlo sólo para mí, y que era

fabulosamente grande el hacerlo cara a Dios...».

Juan García Inza