En mi libro Isabel íntima (Planeta), que tan excelente  acogida está teniendo entre los lectores de España e Hispanoamérica, sale a relucir un episodio muy curioso: el descubrimiento de la momia de Enrique IV de Castilla, hermanastro de Isabel la Católica.
 
El insigne doctor y ensayista Gregorio Marañón exhumó en 1946 los restos mortales de la reina María, primera esposa de Juan II, y de su hijo Enrique IV.
 
Se sabía, por la documentación de la época, que el monarca había sido inhumado en el monasterio jerónimo de Guadalupe, en Cáceres, pero todos los intentos de encontrar sus restos resultaron baldíos… Hasta que un operario se topó con dos ataúdes en pésimo estado mientras reparaba la iglesia del convento.
 
Abierto el féretro del hermanastro de Isabel, de madera del siglo XVII, Marañón verificó con sus propios ojos que el esqueleto se mantenía armado, al cabo de más de cuatro siglos, por el forro de la piel apergaminada. La cabeza, espontáneamente desprendida del tronco, como es frecuente en los cuerpos momificados, se colocó sobre el altar mayor para fotografiarla. Su sola contemplación produce todavía escalofríos.
 
Los restos yacían envueltos en un damasco brocado del siglo XV, sudario de lino y rastros de ropa de terciopelo, calzas y borceguíes.En las crónicas de la época se hace constar, de hecho, cómo el pobre rey se echó en la cama a medio vestir, con miserable túnica y calzados unos borceguíes moriscos, que le dejaban los muslos al aire.
 
Sabemos así que el cuerpo del rey que tanto hizo sufrir a su hermana Isabel no se halla incorrupto.

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