… para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos (Juan 9, 39)
Con frecuencia vemos con más facilidad los defectos de los demás que los propios. Y lo mismo sucede en la vida espiritual. Quien más, quien menos, todos tenemos una cierta miopía que nos impide reconocer los propios pecados. Suele darse un curioso fenómeno. Primero, los negamos: ‘Yo no soy así’, ‘eso lo dices porque me tienes envidia’, ‘piensas eso de mí porque te caigo mal’, etc., etc. Después, echamos la culpa a otro y/o nos justificamos: ‘se portó mal conmigo y reaccioné así’, ‘yo soy buena persona, pero hay ocasiones en que te obligan a ser mala’, ‘en realidad yo no quería, pero no me quedó más remedio’, etc., etc.
El pecado nos nubla la vista, nos impide ver la realidad de nuestra vida tal y como es. El problema es que uno se puede acostumbrar a ello, y esto es muy fácil, de tal forma que al final uno termina construyendo una imagen de sí mismo totalmente ficticia, y cuando la realidad se impone, porque acaba imponiéndose, y caemos en la cuenta de que no somos tan perfectos como nos habíamos imaginado el batacazo es monumental. La peor consecuencia de esto es caer en una especie de soberbia espiritual, que me lleva a encerrarme y cerrar las puertas a Dios.
¿Qué hacer entonces? Primero es fundamental abrir los ojos, mirar nuestra vida pero con una luz particular, la luz de Cristo, la luz de su Palabra. Este sí que es un buen espejo, porque aquí puedo comprobar si mi vida se adecua o no a lo que Dios quiere de mí. Y por eso, cuando reconozco mi pecado digo: ‘por mi culpa’ y no ‘por su culpa’.
Después tengo que dejar que el Señor actúe por medio de los sacramentos, especialmente la confesión, y por la oración, porque es en el diálogo con la Palabra de Dios donde encuentro el camino que me conduce a la conversión. Y, por último, tengo que hacer propósitos concretos, es decir, tengo que poner por obra aquello que es necesario para cambiar.
Con la conversión se apunta a la medida alta de la vida cristiana, se nos confía al Evangelio vivo y personal, que es Cristo Jesús. Su persona es la meta final y el sentido profundo de la conversión, él es el camino sobre el que estamos llamados a caminar en la vida, dejándonos iluminar por su luz y sostener por su fuerza que mueve nuestros pasos. De esta forma la conversión manifiesta su rostro más espléndido y fascinante: no es una simple decisión moral, que rectificar nuestra conducta de vida, sino que es una decisión de fe, que nos implica enteramente en la comunión íntima con la persona viva y concreta de Jesús[1]
[1] Benedicto XVI, Audiencia (17 febrero 2010).