Premeditadamente, ahora que todos se apresuran a hacerlo, he dejado pasar algunos días para glosar una figura clave de la historia contemporánea de España que, como a tantos españoles, me tocó vivir muy de cerca, y a la que por lo tanto, no voy a juzgar de oídas. Se habrán imaginado ya muchos de Vds. que me refiero a
Adolfo Suárez, fallecido hace sólo unos días después de una penosa enfermedad que se cuenta entre las más dolorosas que toca sufrir a los seres humanos y a quienes les rodean y con ellos las sufren.
Lo primero que quiero decir sobre los hechos acontecidos en los últimos días es que me alegro mucho de que por una vez en la vida, una parte sustancial de los españoles nos hayamos puesto de acuerdo para ensalzar algún hecho de nuestra historia, algo que, como saben bien los que acceden con alguna frecuencia a esta columna,
es una de las grandes preocupaciones de quien la escribe. En este caso, el que vino representado en la persona y figura de
Adolfo Suárez González, que no es otro que el conocido como
“Transición”.
El tránsito a la democracia era la asignatura pendiente de la política española cuando en 1976,
Suárez accede a la presidencia del gobierno. Y en ese sentido,
Suárez ni faltó ni falló a su cita con la historia. Hoy, una España que ya era próspera y ordenada cuando
Suárez la recibió, es además, y gracias a su labor, democrática, y se alinea con los países con los que España tiene el deber histórico de estar alineada, a la vanguardia del mundo, a la vanguardia de la historia, como viene siendo desde los tiempos del Imperio Romano siempre y sin excepción.
Ensalzar la figura del que fuera presidente del Gobierno no es difícil. Una serie de características virtuosas adornaron sobradamente su figura como para que hacerlo se antoje, sobre todo en el momento de su fallecimiento, un ejercicio fácil: fue una persona muy atractiva; no carecía de ese adorno del atractivo que es la elegancia; fue también muy simpático y muy fácilmente accesible para cuantos le rodearon. Para colmo, conjugó un verbo que desde que él lo hizo no conjuga nadie en España: dimitir. Y la vida, junto con otros parabienes, le hizo degustar también grandes sinsabores de todos conocidos que no necesito resaltar, los cuales sobrellevó con cristiana paciencia, con elogiable resignación, con irreprochable conducta y con la elegancia personal que siempre le caracterizó.
Difícil se hace recordar ahora que la
Constitución española que sin que a nadie deba escandalizar, podría llevar el apellido “Suárez” como ya lo lleva el aeropuerto de Madrid, no es una buena Constitución. Antes al contrario, ha sido y es una mala Constitución, cuyas penosas consecuencias no se le escapan a nadie, y de las que voy a destacar sólo dos.
La primera, un país que ha producido en las urnas el bipartidismo más perfecto de toda Europa no ha sido capaz en estos años, más que excepcionalmente, de construir otra cosa que gobiernos débiles y paradójicamente minoritarios, dependientes de partidetes muy poco refrendados por las urnas que al sentirse imprescindibles se han comportado y se comportan con una chulería, una desfachatez y una prepotencia que han venido a constituir, finalmente, el verdadero
hecho diferencial de la democracia española.
Y la segunda, una división de España en greguerías locales y provincianas como no se habían visto desde los tiempos bufonescos de la Primera República, con el agravamiento de la enfermedad que suponen los acontecimientos a los que ahora asistimos atónitos los españoles, -unos acontecimientos que, por cierto, se repiten ya por segunda vez en el tiempo en el que dicha Constitución ha estado vigente-, en una nación que no tiene que pedir permiso a nadie para existir, porque es antigua como ninguna otra, y auténtica y avalada por la historia, por la geografía y por la antropología como la que más, y que nadie en el mundo cuestiona excepto los propios españoles.
Pocos son los que en estos días tristes, recuerdan cómo estaba España el día en que
Suárez presentaba su dimisión tras sólo seis años de gobierno: el nivel de convergencia económica con Europa había decaído varios puntos –y cuando digo varios puntos digo más de 10- por comparación a aquél en el que nos dejó el Régimen al que la democracia reemplazaba; una realidad nueva y desconocida para los españoles cual la del paro se enseñoreaba, sin dejar de hacerlo desde entonces, de la sociedad; los asesinatos por terrorismo alcanzaban y superaban ampliamente el centenar cada año, golpeando a placer a todos los sectores de la sociedad en un goteo diario insoportable y con una impunidad que ha llevado a que aún hoy un buen porcentaje de los atentados permanezcan irresolutos e incastigados, y peor aún, a que quienes los realizaron ocupen hoy los despachos del poder; el desorden en las calles amenazaba con liquidar los logros realizados desde las tribunas de la política; el descontento en los cuarteles tuvo las consecuencias de todos conocidas, y por cierto, y por más que nos pese, al día de hoy, como tantos otros penosos episodios de nuestra historia reciente, insuficientemente aclarados, enganchados como lo estamos a una versión oficial que nadie se cree, pero que preferimos no tocar para no abrir la caja de Pandora; el partido que gobernaba el país se hallaba en una situación en la que las mismísimas gallinas de un gallinero podrían haberle dado lecciones de orden…
Suficientemente ilustrativo de la situación en que se hallaba entonces aquella España que yo viví tan de cerca y que nadie me ha tenido que contar, el hecho de que el partido gobernante pasara de tener más de 150 diputados a apenas poco más de una decena en una sola elección, en un fenómeno que no sé si tiene muchos precedentes en la historia de las democracias, consiguiendo que hasta la derecha votara izquierda.
Este fue
Don Adolfo, con sus luces y con sus sombras. Con no ser un admirador de su figura histórica, contándome como me cuento entre los que cree que no fue el hombre del momento y que las cosas pudieron hacerse mucho mejor, me felicito sinceramente, sin embargo, de que los españoles nos hayamos congregado en torno a su figura y hayamos recuperado el sentimiento de unidad y de orgullo por los logros históricos que somos capaces de alcanzar. Como siempre fue desde los tiempos de Atapuerca. Y me uno, por lo tanto, a los que lloran su triste final. Descanse en paz
Adolfo Suárez.
©L.A.
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