Uno de los siete “protojesuítas” (primeros jesuitas), junto con los españoles San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Nicolás de Bobadilla y el portugués Simão Rodrigues. Fabro hace el santo número cuarenta y cinco de la Compañía (¡ahí es nada!), y el tercero de los protojesuítas.
 
 

 

           La canonización se producía el pasado 17 de diciembre, y la realizaba el Papa Francisco, jesuita él mismo, durante una audiencia privada con el prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos, el Cardenal Angelo Amato, mediante el procedimiento llamado “equivalente”, por el que el Santo Padre extiende a la iglesia universal el culto y la celebración litúrgica de un santo una vez comprobadas las condiciones que le hacen acreedor a ello, pero sin necesidad de que realice un segundo milagro, el de la canonización (el primero sería el de la beatificación). El procedimiento ya había sido utilizado por Francisco –y antes que él por otros papas- para la canonización de la beata Ángela de Foligno el 9 de octubre pasado.
 
            Pedro Fabro, Pierre Favre en origen, nace el 13 de abril de 1506 en la ciudad de Villaret, en la región de la Saboya, en Francia, el mayor de una familia devota y próspera, que vivía del pastoreo en los Alpes. A los 16 años es enviado a estudiar a La Roche, bajo el cuidado del sacerdote Pierre Veillard, entrando en contacto con la Cartuja del cercano Resposoir, donde un tío suyo era prior. En 1525 ingresa en el Colegio de Montaigu en la Universidad de París, y luego en el de Santa Bárbara, donde comparte alojamiento con un prometedor navarro de nombre Francisco Javier, y donde conoce a otro no menos prometedor guipuzcoano de nombre Iñigo de Loyola, a cuyo consejo inicia los “ejercicios espirituales” de su autoría, convirtiéndose en el primer discípulo en París de quién será fundador de la Compañía de Jesús.
 
            Con el grado de bachiller y de licenciado en artes, y estudiando teología, se ordena en 1534, y celebra su primera misa el 15 agosto 1534, en Montmartre, donde Ignacio y sus seis compañeros hacen votos de pobreza, de castidad, de obediencia y de trabajar apostólicamente en Tierra Santa. Y sobre todo, constituyen  el grupo del que más adelante surgirá la Compañía de Jesús, los que hemos dado en llamar protojesuítas.
 
            Cuando Ignacio se traslada a España un año después, Fabro queda de guía y dirige los ejercicios de tres nuevos compañeros, Jay, Jean Codure y Paschase Broet. En enero de 1537 marcha a Roma para lograr el permiso del Papa para trabajar en el norte de Italia. En octubre y junto con Laínez, se une a Ignacio para y es testigo de la llamada “Visión de la Storta”, la experiencia mística que Ignacio tuvo a pocos kilómetros de Roma.
 
            Fabro se halla en la Universidad de la Sapienza de Roma enseñando teología y escritura cuando es enviado por el Papa Pablo III a Parma, donde predica durante dieciséis meses. Después el Papa lo envía a los debates con los protestantes en Worms y Ratisbona, como compañero de Ortiz, representante de Carlos V. Vuelve a España, donde difunde el ideal jesuita en Barcelona, Zaragoza, Medinaceli, Madrid, Ocaña y Toledo.
 
            En febrero 1542 se dirige a Espira a las órdenes del Cardenal Giovanni Morone y luego a Maguncia, donde predica y da los ejercicios espirituales entre otros, a quién terminará siendo San Pedro Canisio, jesuita como él. Después de cortos períodos de trabajos apostólicos en Colonia, Amberes y Lovaina, Fabro es enviado por Pablo III a Portugal y luego a España de nuevo, donde funda comunidades jesuitas en Valladolid y en Alcalá. Enviado a Roma para preparar como teólogo papal el Concilio de Trento en el que destacarán muchos de sus compañeros de orden, muere el 1 de agosto de 1546, a las dos semanas de llegar, de unas fiebres que le aquejaban con frecuencia. Le acompaña en el trance su gran amigo Ignacio. Apenas tiene 40 años de edad.
 
            Es enterrado en la Iglesia de Nuestra Señora del Camino en Roma, siendo reubicados sus restos cuando en el mismo lugar se levanta la Iglesia del Gesù en 1569.
 
 

           Deja escrito su “Memorial”, un diario espiritual, terminado poco antes de morir, quizás el documento más precioso de la espiritualidad de la primera comunidad jesuítica, que permanecerá inédito por tres siglos.
 
            El 5 de septiembre de 1872, el Papa Pío IX lo declara beato, emplazando su fiesta el 2 de agosto, fecha en la que seguiremos festejándolo, pero desde este año ya como santo.

            Una capilla en memoria del nuevo santo jesuita se edificó en 1600 en lo que era la granja de sus padres. Destruída en 1794 con ocasión de la Revolución Francesa, es levantada de nuevo en 1820 y restaurada en 1982.

 
            ©L.A.
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