Hablar del pecado parece casi subversivo en pleno siglo XXI. NO cabe duda que unque huyamos de plantearnos su existencia, no deja de estar constantemente presente en nuestras vidas. Pecamos cuando dejamos de hacer la Voluntad de Dios. Pero Dios no nos desprecia y nos olvida. El desea que no nos realicemos daño alguno a nosotros mismos, a quienes nos rodean y sobre nuestro entorno. Por eso el pecado conlleva volverse contra la voluntad de Dios. Dios quiere nuestro bien. Tras el pecado, es necesario el arrepentimiento de corazón y tras el arrepentimiento, aparece la misericordia de Dios. Pero el arrepentimiento de corazón lleva consigo un aspecto que a veces olvidamos: la penitencia. No se trata de flagelarnos o macharnos para que Dios nos perdone. La penitencia no es volver a hacernos un daño similar pecado, sino todo lo contrario: poner nuestra voluntad en sintonía con el Señor. Eso a veces cuesta y duele, como cuando se cura una herida.
[Señor] Numerosos son los que, por la penitencia, merecieron el amor que tienes por el hombre. Hiciste justos al publicano que suplicaba y a la pecadora que lloraba (Lc 18,14; 7,50), porque, por designio preestablecido, concedes el perdón. Con estos conviérteme también a mí, ya que eres rico en misericordia, tú que quieres que todos los hombres se salven.
Ten compasión de mis gritos como lo hiciste con el hijo pródigo, Padre celeste, porque yo también me echo a tus pies, y grito como gritó él: "¡Padre, pequé!" No me rechaces, mi Salvador, yo tu hijo indigno, sino haz que tus ángeles se regocijan también por mí, Dios de bondad que quieres que todos los hombres se salven.
Porque me hiciste hijo tuyo y heredero tuyo por la gracia (Rm 8,17). ¡Pero yo, por haberte ofendido, me hice prisionero, esclavo vendido al pecado, y desgraciado! Ten lástima de tu imagen (Gn 1,26) y sácala del exilio, Salvador, tú que quieres que todos los hombres se salven…
Ahora es el tiempo de arrepentirse… La palabra de Pablo me empuja a perseverar en la oración y a esperarte. Con confianza pues, yo te ruego, porque conozco bien tu misericordia, sé que vienes a mi enseguida, cuando pido auxilio. Si tardas, es para darme el salario de la perseverancia, tú quien quieres que todos los hombres se salven.
Concédeme poder celebrarte siempre y corresponderte llevando una vida pura. Dígnate hacer que mis actos estén de acuerdo con mis palabras, Todopoderoso, para que te cante… con una oración pura, solo a ti Cristo, que quieres que todos los hombres se salven. (San Román el Melódico, Himno 55)
Sanar la herida del pecado requiere estar predispuesto a negarse a sí mismo y seguir a Cristo. Predisponerse a sentir del dolor que conlleva cambiar de camino y esperar que la Gracia de Dios realice el milagro de transformar el dolor en felicidad. El dolor que conlleva la penitencia no produce sufrimiento, ya que es un dolor sanador y redentor. Es un dolor que transforma y libera.
Romper los grilletes del pecado, duele y las heridas que deja, duelen. Es triste que en este maravilloso siglo XXI seamos tan reacios a sentir dolor. Tememos sentirnos mal y aceptar nuestros errores, ya que esto lo asociamos a la debilidad y la humillación. ¿Quién tiene el valor de decir que es un ser falible y lleno de incoherencias? Los psicólogos y los expertos en marketing se tirarían de los pelos. ¿Cómo puede alguien despreciar su autoestima?
Como en la fábula de la zorra y las uvas, preferimos decir “están verdes” a saber esperar con humildad y paciencia la misericordia de Dios. No estamos dispuestos a que el Señor sane la herida que nos hace sufrir. No estamos dispuestos a aceptar el dolor que sana y libera del sufrimiento.