Valorar y sobrevalorar son dos palabras muy distintas entre sí. Una mascota es digna de valoración de parte de su dueño, quien está obligado a cuidarla; sin embargo, esto no significa que deba tratarla como si fuera una persona. Muchos matrimonios jóvenes que se encuentran en condiciones -económicas y biológicas- de convertirse en padres de familia, prefieren prolongar indefinidamente el nacimiento de sus hijos, volcando su capacidad afectiva en las mascotas. Los llevan al supermercado, de viaje, se toman fotos con ellas y, sobre todo, generan una cantidad increíble de gastos superfluos. Claro que muchos quisieran darles un premio; sin embargo, detrás de esas máscaras de amantes de la naturaleza, se esconde una buena dosis de egoísmo, pues por más cuidados que requiera el perro, no es lo mismo que tener que velar por el futuro de un bebé, ya que es algo que implica invertir tiempo y dinero. Aparentan ser papá y mamá, mientras se les va la vida en fingir lo que no son.
Ahora bien, con esto no estamos diciendo que haya que tener hijos de manera irresponsable. De hecho, la planificación familiar es un aspecto sobre el que hay que ir tomando conciencia dentro del contexto y, por supuesto, de las exigencias del matrimonio, pues de otra manera se corre el riesgo de desvirtuar el rumbo de la familia como la célula básica de la sociedad. La apertura a la vida, sin distorsionar la sexualidad con actitudes puritanas o progresistas, es una condición fundamental para vivir casados y, desde ahí, crecer el uno con el otro.
Ciertamente, no es sencillo convertirse en papá o mamá, pero ¿cuándo han sido fáciles las cosas que valen la pena? Todo en su justa medida. Los hijos no son mascotas y las mascotas no son hijos. Recuperemos el sentido común. El momento es ahora.