1. José, hombre bueno



Es la presentación que nos hace de él el Evangelio. Tiene hondura esta pa­labra. No equivale a nuestro: es un buen hombre, o es buena gente. Su bondad encierra algo de misterio.

Es hombre, es humano, con todo lo que eso significa. Humano, según el diccionario, quiere decir: afable, afectuoso, amistoso, benévolo, comprensivo, cordial, magnánimo, misericordioso, sensible... Todas estas nueve notas pode­mos aplicarlas perfectamente a José.

Es bueno. Literalmente dice «justo», pero con mayúsculas, o sea, perfecto, completo, consumado; o sea, santo. No se trata de la justicia humana, sino de la de Dios. Estaba colmado por Dios de toda bendición, de toda gracia. Lucas podría decir, como suele hacer, que estaba «lleno del Espíritu Santo». José forzosamente tenía que ser santo, porque be­bía diariamente de la fuente de la gracia, Jesús. Cada vez que decía Jesús, bebía de esa fuente. Cada vez que lo protegía y enseñaba, bebía de la fuente.

Entre las muchas virtudes, podríamos destacar su fe, su paternidad, su hu­mildad y su constante y creciente conexión con Dios.

2. La fe de José

Como la de los grandes patriarcas. Se puso incondicionalmente en manos de Dios, que le hablaba en sueños y por ángeles. No duda. Se pone en sus ma­nos. Obedece.

Y no era fácil, sabemos; ni fácil de creer, ni fácil de aceptar. Se le encomen­daba una misión extraordinaria, la de proteger y cuidar los dos tesoros más grandes que había en la tierra, el cielo en la tierra. Y se le exigía renunciar a su amor esponsal, a su paternidad y virilidad. Claro que la recompensa superaba con creces al sacrificio.

Podía José haberse reído de las explicaciones del ángel sobre el embarazo de su novia; o haber pensado que «los sueños, sueños son».

Pero José creyó. José fue a abrazar, entre lágrimas, a María, embarazada, y la llevó a su casa. Desde entonces la casa del carpintero se convertiría en el atrio del cielo.

Bien se puede aplicar a José lo que diría Jesús a sus discípulos: «Muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron» (Mt 13,17)

Dichoso José, que pudo ver y oír al Mesías, besarle y abrazarle, que pudo servirle y enseñarle.

Después de María, nadie más dichoso y más importante que José.

3. La humildad de José

La humildad en S. José nos asombra. Tenía motivos más que suficientes para salir adelante y pisar fuerte, pero José pisaba delicada, temblorosamente; no se echaba delante para salir en la foto, sino que se ocultaba, como en la sombra. Dicen que cuanto más alto ha de ser el edificio, más hondos han de ser los cimientos. Y los cimientos son fe y humildad.

Una consecuencia de esta humildad es el

silencio, del que ya hemos hablado.

José podría

decir:

       Yo salvé a María de ser apedreada. Pero él callaba.

       Yo acogí en mi casa a María y al hijo que llevaba en las entrañas, hijo divino. Pero él callaba.

       Yo crié al Hijo de Dios, pero él callaba.

       Yo enseñé a rezar y a trabajar a Dios, pero él callaba.

       Yo defendí al Mesías de la espada de Herodes, pero él callaba.

       El Hijo de Dios me obedecía, pero él callaba.

Hay un texto expresivo de un escrito apócrifo.

 Pone en boca de Jesús:

siempre "mi madre" "mi pa­dre".

{Historia de José el carpintero, II, 1; XI, 2-3)


El amor de José

Si amó a María, como esposa, con todo su cuerpo y toda su alma, amó a Jesús. como a un hijo, con toda su ternura y todo su desvelo.

El amor de José fue sacrificado, oblativo, servicial, protector, sin límites, Hasta el fin.

Aquí se fundamenta toda su grandeza y toda su santidad. Estaba en conexión permanente, íntima, profunda con Dios. Por eso José estaba «divini- zado».

Cristo fue josefino, porque aprendió los valores y el estilo de José; José fue stiano, cristiano.

(Rafael Prieto Ramiro, "La herencia de la caridad")


El Seminario

       Los seminaristas se preparan para ser testigos y apóstoles de Jesucristo. Tienen que compenetrarse con él.

Cuando después vean al sacerdote, que puedan decir que se parece a Jesucristo.

Se pide al sacerdote que tiene a Cristo en sus labios, en sus manos y en su mente, que le tenga también en su corazón; especialmente en sus dimensiones de Siervo y Pastor.

       Se preparan también para ser buenos samaritanos, que salgan por los caminos —callejeros—, y se conmuevan eficazmente ante los heridos y despojados que se encuentren.

Para esto necesitan especial preparación sobre todo lo que significa misericordia, caridad y pastoreo de ovejas, o la caridad pastoral, que viene a ser la misma caridad de Cristo.

improvisa

(Direct. ministerio y vida de los presbíteros, 43)