El apoyo ideológico del progresismo, indoloro para el donante, es la antítesis de la definición que el Papa hace de la caridad. Francisco desconfía de la limosna que se da sin coste adicional, sin ganas, al modo en que da los buenos días quien entra en el ascensor de un edificio público. Pero el progresismo no llega siquiera a eso. El progresismo es el hombre que, en el ascensor, mira hacia arriba o hacia abajo para no cruzar los ojos con el prójimo, de manera que si el prójimo pide ayuda le pide que abandone el semisótano, pero no le propone compartir el ático.
El progresismo apoya a Médicos sin fronteras, pero circunscribe a su propia herida el ámbito de actuación del Betadine. El progresismo propugna la erradicación de la pobreza, pero ignora la mano del pobre que pide limosna. Y no porque crea que se gastará el euro en vino, sino porque entiende que dar un pez a un hambriento es aplazar el hambre un solo día. El progresista, huelga decirlo, cree en el dinero porque no cree en Dios, lo que impide entender la función redentora del desprendimiento.