Hace algunas semanas conversaba con un colega sobre diversos aspectos de la actualidad social. En un momento determinado de la conversación comparó la intransigencia religiosa que observamos actualmente el Islam, con el que dominaba en la Iglesia católica en siglos precedentes, remitiéndose, como no podía ser menos, a la Inquisición. Es difícil que esta institución no salga, de una u otra forma, en discusiones sobre el cristianismo, como ejemplo de una supuesta actitud intolerante de nuestra fe. No seré yo, lógicamente, quien defienda a la Inquisición que forma parte, sin duda, del pasado más negro de la historia cristiana, pero en éste como en otros temas polémicos me parece que conviene distinguir lo que es pasado histórico de lo que se acerca más a una imaginación calenturienta.
Ciertamente la actitud intolerante no es exclusiva de los extremismos religiosos, sino en general de una mentalidad que identifica la verdad -la auténtica o la suya- con el mandato moral de imponerla. Ocurrió desgraciadamente con los cristianos que organizaron e impulsaron la Inquisición, en flagrante contradicción con los principios evangélicos de la caridad fraterna, como ha ocurrido en otras fanatismos de otras religiones y también en fanatismos antireligiosos. Basta recordar que sólo en tres años de Guerra Civil española murieron más sacerdotes, monjas y obispos por la intolerancia antireligiosa, que en tres siglos de intolerancia religiosa inquisitorial (15001850), además con muchas menos garantías jurídicas. Sin embargo, como aclara muy bien el Prof. Pulido, no es un problema de cifras, sino de actitud: bastaría que hubiera sido solo uno el ajusticiado por la Inquisición para sentir bochorno por esa institución, que no lo olvidemos también tuvo un carácter político, ya que los herejes de aquel tiempo también eran elementos de perturbación social.
En cualquier caso, a un cristiano contemporáneo le resulta difícil entender por qué se dieron estas actitudes, cuando en el pasado la Iglesia -y así sigue siendo hoy- había sido mucho más perseguida que perseguidora. Así lo indicaba S. Juan Crisóstomo, a inicios del s. V: "Cuando perseguimos a los herejes, no debemos destruir en ellos la persona, sino el error del entendimiento y el daño del corazón. Finalmente debemos estar siempre dispuestos a sufrir las persecuciones, no a perseguir a otros; a padecer vejaciones, no a causarlas. De este modo es como venció Jesucristo, a saber, clavado en cruz, no crucificando a nadie" (De hiero martyre, 400, PG 50: 534).