Ya al principio de la Cuaresma, cuando aún los propósitos están frescos, el demonio hace acto de presencia. Sí, ¡el demonio! Hoy se le nombra poco. Tal vez por eso trabaja y convive cómodamente con nosotros.
La tentación es un hecho. No necesita ser probado porque es evidente. Tú la vives cada día en tu propia carne.
Y la tentación suele ser muy sutil: un poco de desgana, un demorar la marcha, un descuidar las cosas pequeñas, unos razonamientos prefabricados para callar nuestra conciencia. Escuchamos con agrado el cantar de las sirenas. Nos deslumbra la vida con su arco iris de luces. Nos duele el dolor. Nos ciega la pasión. Nos arrastra el aire nuevo que sopla cada día. Nos asusta el qué dirán. Somos cobardes. Cualquier susurro halagador al oído es capaz de desarmarnos.
Y nosotros, tontos siempre, nos dejamos engañar. Jesús quiso darnos una lección y se dejó tentar en el desierto. Él quiso con su esfuerzo enseñarnos a luchar.
Convéncete de que eres cobarde. Te falta audacia y valentía. ¡Haz oración! «Somos cobardes: le seguimos de lejos, pero despiertos y orando. Oración... Oración...» (J. Escrivá, Santo Rosario, Oración en el Huerto).
«Cuando esté duro mi corazón y reseco, baja a mí con un chubasco de misericordia. Cuando la gracia de la vida se me haya perdido, ven a mí con un estallido de canciones. Cuando el tumulto del trabajo levante su ruido en todo, cerrándome el más allá, ven a mí, Señor del silencio, con tu paz y tu sosiego. Cuando mi pordiosero corazón esté acurrucado cobardemente en un rincón, rompe tú mi puerta, Rey mío, y entra en mí con la ceremonia de un rey. Cuando el deseo ciegue mi entendimiento con polvo y engaño, ¡vigilante santo, ven con su trueno y tu resplandor!» (Tagore, Ofrenda lírica, n. 39)
Juan García Inza
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