Conocí al padre Elías Cabodevilla Garde hace justo cinco años, el 26 de febrero de 2009, en su convento de Pamplona. Desde el primer momento me pareció un sacerdote sencillo, austero, discreto y con un corazón que debía darle golpes en el pecho al despertarse cada mañana de lo grande que era.
Bromeábamos él y yo, a veces, a propósito del número 5 porque nos recordaba al Padre Pío. No en vano, el capuchino de Pietrelcina, de quien estábamos ambos enamorados hasta el tuétano, ocupó la celda número 5 en el convento de San Giovanni Rotondo. El 5 de agosto de 1918, recibió los estigmas de Jesucristo en manos, pies y costado de forma visible; y el 5 de agosto también, pero de 1959, llegó a San Giovanni Rotondo en helicóptero, desde el santuario mariano de Fátima, la talla de la Virgen que le curó milagrosamente cuando estaba desahuciado por los médicos a causa de una pleuritis exudativa.
Ayer, 5 de marzo también, a las diez de la noche, fray Elías Cabodevilla debió subir al Cielo consumido por una penosa enfermedad. A la puerta debía estar aguardándole, alborozado, el Padre Pío.
“Si fuera posible -imploraba el santo de los estigmas-, querría conseguir del Señor solamente esto: Si me dijese “vete al Paraíso”, yo pediría esta gracia: “Señor, no me dejes ir al Paraíso mientras el último de mis hijos, la última persona encomendada a mis cuidados sacerdotales, no haya ido delante de mí””.
No tengo la menor duda de que el padre Elías, que amaba con locura al “gigante” y le dio a conocer por todos los rincones del mundo, era uno de sus hijos predilectos. Ahora, cuando necesitemos algo para alguien, ya sabemos a quién recurrir también.
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