Hace poco hablaba con una persona que me decía que tenía dificultades para ser fiel a Dios en el día a día, en la oración diaria, incluso eventualmente en la Eucaristía de los domingos. Cuando iba a convivencias o retiros, suponía un chute de energía para su vida espiritual que se enderezaba por un tiempo, pero no pasaba mucho hasta que volvía a decaer en la rutina, a dejar de sentir al Señor, y a tener una vida espiritual mediocre. Y me preguntaba que qué podía hacer para evitarlo.
Entonces me vino a la mente una imagen que pensé que la podría ayudar, y que, a decir verdad, creo que nos puede ayudar a todos. Se trata de la diferencia entre un amante y un esposo. El amante es el que nos ama por períodos, apasionadamente, con una promesa nunca cumplida de entrega total; alguien a quien vemos esporádicamente y con quien vivimos intensos momentos, y a quien después dejamos de ver, de modo que se enciende en el corazón ese anhelo del reencuentro apasionado que vuelve a encender la chispa.
El esposo, en cambio, es aquel a quien hemos amado (o amamos) apasionadamente, pero con quien no solo compartimos esos momentos intensos de pasión, sino también la cotidianidad del día a día, la fidelidad en lo poco, los momentos abrumadoramente buenos y los no tan buenos. El amor al esposo no está hecho de intensos y temporales encuentros, sino de una vida en común. Obviamente, este modo de amar lleva a una cierta rutina en la vida, que se normaliza de un modo absolutamente natural, y el amor se convierte no solo en amor de amante, sino en amor de compañero, de sustentador, de esposo, de padre, a veces incluso de persona que no se pliega a mis apetencias y por eso mismo me resulta molesta.
El esposo es aquel a quien amo para siempre, incondicionalmente. El amante es a quien amo cuando hay pasión, ocasional y temporalmente. El amante es alguien que no forma parte de mi día a día, y por eso cuando me encuentro con él se produce esa promesa de fusión que parece alcanzarse por un momento, pero en seguida se disuelve. El esposo es alguien que forma parte de mi día a día, y por eso me acostumbro a su presencia y toco la realidad de que esa promesa de fusión no se realiza solo en los momentos de clímax sino también en las adversidades y en las pequeñas cosas. El amante me abstrae de mi realidad y me introduce en una realidad diferente pero no permanente que dura un éxtasis pasajero. El esposo me confronta con mi realidad y forma parte de ella, desafiándome a buscar el éxtasis no solo en los momentos de pasión sino también en lo cotidiano.
Pues bien, la relación con Dios es la relación con el Esposo, no con un amante. Se vive, no en las “fiestas místicas” en las que vamos consumiendo experiencias espirituales intensas como arrobamientos de pasión espiritual, sino en el día a día, en la cotidianidad de las pequeñas cosas en las que Él se nos da y nosotros nos damos a Él sin aspavientos ni melodramas. La relación con el Esposo no se vive en encuentros esporádicos y no comprometedores que nos aíslan de nuestra realidad y nos llevan a un mundo místico paralelo, sino que se vive en ese encuentro diario de una oración sin grandes mociones y la fidelidad a nuestra vocación en los pequeños detalles, afrontando nuestra realidad con sencillez y alegría y aprendiendo a ver el rostro del Esposo detrás de cada cosa. Uno no acude al encuentro con el Esposo esperando grandes éxtasis y sorprendentes novedades que nos arrebatan a clímax inesperados, aunque esto puede suceder y sucede, lo cual nos colma de un gozo inesperado; más bien uno acude al encuentro con el Esposo esperando esa cotidianidad, esa complicidad en lo pequeño, ese cargar juntos las cargas de cada día y ese ser un consuelo y un apoyo cada uno para el otro, viviendo en comunión, con sencillez y alegría los cansancios y los éxitos de cada jornada.
Uno no acude a la oración para tener grandes y místicos encuentros que nos pongan la vida patas arriba (aunque esto puede suceder), sino para estar con Jesús, tener paz y discernir su voluntad en el día a día. Así, la oración, el encuentro con el Esposo, nos hace descansar, y nos relanza a nuestro día a día con la consciencia de que Él está ahí, detrás de cada cosa y persona, y con la capacidad de discernir qué debemos hacer en cada pequeña y rutinaria cosa para cumplir su voluntad, es decir, para ser felices.
Nuestra vida espiritual no está llamada a ser de amantes, sino de esposos, entretejida de la fidelidad en lo poco, de los detalles, de la cotidianidad, de una rutina que no es cansina porque es amorosa, de una oración que no es espectacular pero que genera familiaridad y complicidad. Es dejar a Dios paso a nuestra vida y no crearnos una realidad paralela en la que estoy bien con Dios apartadito del mundo en mi burbuja mística. Solo así uno comienza el verdadero camino de la espiritualidad cristiana, que precisamente porque se engarza con la realidad y con la vida, revela que es verdadera y que sacia, pero no a un nivel superficial como los esporádicos encuentros con el amante, sino a un nivel profundo como toda una vida compartida con un Esposo en la que no hay secretos, ni expectativas, ni frustración, porque la entrega se ha hecho real y total.