Ahora que la Junta de Andalucía, -gobernada por unos inútiles que fían todas sus posibilidades electorales al grado de enconamiento que puedan imponer en las relaciones entre el estado y la Iglesia-, crea una nueva polémica referida esta vez a la titularidad de esa magnífica obra de arte que es la Mezquita de Córdoba, creo interesante realizar una breve reseña histórica de uno de los más magníficos monumentos que se asientan en uno de los países de por sí más monumentales del mundo, el nuestro.
Empecemos por donde conviene: la que unos llaman Mezquita de Córdoba, otros Catedral-Mezquita, y otros Mezquita-Catedral, es, técnicamente hablando, la Catedral de la Asunción de Nuestra Señora, y antes de la Santa María Madre de Dios; como antes fue la Gran Mezquita de Córdoba, como antes fue la Basílica de San Vicente Mártir. Es decir, que a todos aquellos para quienes la Mezquita es fruto del expolio de los cristianos a los musulmanes -que en este país nunca falta un sando para una sandez-, habrá que recordarles que antes ya lo fue de los musulmanes a los cristianos.
Poco es lo que se sabe de la primitiva Basílica de San Vicente. Realizada por los visigodos sobre construcciones previsigóticas, las excavaciones dirigidas por Félix Hernández en 1930 demostrarán la existencia en su subsuelo de todo un complejo eclesiástico datable entre los siglos IV y VI: restos de la basílica, la casa episcopal, la escuela y demás dependencias.
Tras la invasión de Córdoba nada más llegar los musulmanes a la Península en 711, durante más de medio siglo conviven en la basílica el culto cristiano y el islámico, hasta que hacia el año 785, el primer emir omeya, Abderramán I, pone fin a esta convivencia e inicia sobre la iglesia cristiana la construcción de la que será la Gran Mezquita de Córdoba.
El nuevo edificio consta de once naves longitudinales orientadas hacia el río Guadalquivir, la central conducente al mihrab, que reposan sobre material de acarreo romano y visigótico sobre los que se elevan pilares de sillería que añaden altura al nuevo templo, atados mediante dobles arcos. El resultado es un inmenso bosque de columnas de doble arquería y básicamente bicolor. El conjunto se cierra con el muro de la quibla, que contrariamente a lo que marca la ortodoxia, no se orienta hacia La Meca sino más al sur, hecho que podría derivar de un mero error geométrico o hasta tener que ver con un acto de autoafirmación andalusí tras la proclamación de su independencia respecto a Damasco.
El emir Hisham I termina el patio y le incorpora una torre o alminar.
En el año 833, Abderramán II inicia la primera ampliación del templo (parte violeta en el plano arriba), derribando el primitivo muro de la quibla y prolongando las arquerías en ocho tramos o crujías hacia el sur, con lo que le dota de una planta cuadrada que no tenía. Los elementos arquitectónicos son idénticos a los de la fase inicial: alternancia de dovelas en los arcos (amarillas de caliza y rojas de ladrillo), pero esta vez, junto al material de acarreo se utiliza también material nuevo, como los ocho capiteles “de pencas”. El mihrab se sostiene sobre cuatro magníficas columnas y sobresale del muro de la quibla.
Abderramán III, que como se sabe es el primer califa cordobés (pinche aquí si desea conocerlo todo sobre el título de califa), agranda el patio, derriba el alminar de Hisham y erige uno nuevo que se conserva embutido en el campanario cristiano.
Coincidiendo con el esplendor del califato, Alhakén II realiza la segunda ampliación (parte marrón en el plano). Derriba la quibla de Abderramán II, y amplía el edificio en doce crujías hacia el sur, devolviéndole su planta rectangular inicial aunque ahora con orientación norte-sur y no este-oeste, como era originalmente. Para mejorar la iluminación construye cuatro lucernarios con cúpulas nervadas. Levanta nuevos arcos polilobulados y entrecruzados. Levanta el doble muro de la quibla y traslada el mihrab dándole su característica forma octogonal cubierta con una cúpula con forma de concha, recubriendo su portada y las cúpulas que lo preceden de bellos mosaicos ejecutados por artesanos bizantinos.
A fines del siglo X, Almanzor lleva a cabo una nueva ampliación, la tercera y más grande en extensión(parte azul en el plano), y aunque parece que la cercanía del Guadalquivir es la que le disuade de realizarla hacia el sur, lo cierto es que al desplegarla hacia el este, lo que hace con ocho nuevas naves, consigue recuperar la planta cuadrada que tenía tras la reforma de Abderramán II, aún al precio de descentrar el mihrab, parte central de toda mezquita, cuyo emplazamiento no altera. En los arcos permanece la alternancia de dovelas, pero apenas cromática y no ya de materiales, pues todo es piedra caliza.
Tras la reconquista cristiana de Córdoba acontecida en 1236, el rey santo Fernando III consagra la mezquita en catedral. En 1371 se termina la Capilla Real en la que son sepultados los reyes Fernando IV y Alfonso XI hasta que en 1736, son trasladados a la Iglesia de San Hipólito, también en Córdoba, donde reposan en la actualidad. Bajo uno de los lucernarios de Alhakén II se sitúa la Capilla Mayor, aunque hasta 1489 en que Íñigo Manrique de Lara, -obispo de Córdoba entre 1485 y 1496, llamado el “segundo”, para no confundirlo con su tío homónimo-, promueve la construcción de una nave de estilo gótico, no se ejecuta alteración arquitectónica alguna.
No es, sin embargo, hasta 1523 que se produce la gran transformación del espacio con la construcción de una iglesia renacentista en el centro del edificio y, como se ve con claridad en el plano, sobre parte de las amplicaciones de Abderramán II y Almanzor. Promovida por Alonso Manrique de Lara, -sobrino del que mencionamos arriba, obispo de Córdoba entre 1518 y 1523 y luego cardenal e Inquisidor General-, la construcción la llevan a cabo varios arquitectos, entre los cuales los Hernán Ruiz, “el Viejo”, “el Joven” y “el Tercero”, o los Ochoa Praves, Juan y Diego, prolongándose por más de un siglo y finalizándose en 1607, en pleno barroco.
Se cuenta que Carlos V, inicialmente partidario de la reforma, al verla se habría lamentado diciendo algo así como “habéis destruido lo que era único en el mundo, para poner en su lugar lo que se puede ver en cualquier parte”. Puede que la historia sea auténtica, pero puede también que no. Si lo fuera, lamento mucho tener que estar en desacuerdo con el Emperador.
En primer lugar, porque la obra no afectó ni a la décima parte de la superficie del monumento, es decir, mucho menos que cualquiera de las reformas que unos emires y califas hacían a los anteriores y cuyos resultados a nadie se le ocurre cuestionar.
En segundo lugar, sirvió para salvar el maravilloso monumento cordobés, cosa que no ocurrió con la preciosa mezquita sevillana -de la que sólo nos ha llegado el alminar, es decir, la Giralda- o la toledana, como, por cierto, tampoco había ocurrido antes con la magnífica basílica visigótica existente en el solar cordobés, sustituída por la gran mezquita que hoy contemplamos.
En tercer lugar, los espacios platerescos de la Mezquita atesoran una belleza que los justifica por sí mismos.
Y en cuarto lugar, la transición de las hechuras andalusíes de la mezquita a las hechuras platerescas de la catedral constituyen una verdadera obra de arte, que no sólo no desmerece la mezquita, sino que la engrandece y amerita como también a quien la concibió.
©L.A.
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