Para comprender el carácter andaluz hay que saber distinguir entre el señorito y el cacique. El señorito es una figura odiosa, que mira por encima del hombro, mientras que al cacique le basta con que quienes le miren sepan que no están a su altura. Andalucía detesta a los señoritos, pero adora a los caciques, representados desde hace casi cuatro décadas por la dirigencia socialista de la Junta. Así se confirma en Córdoba, donde la delegada del gobierno autonómico ha firmado a título personal una propuesta para que haya trasvase de poder de la Catedral , del clero a la administración pública, en tanto que a título político ha ordenado al equipo de abogados que elabore un informe sobre la posibilidades que tendría en un tribunal pedir que el templo de oración lo gestione gente que no sabe rezar.
No soy experto en Aranzadi, pero dudo que la cacicada tenga recorrido jurídico porque el templo pertenece a la iglesia desde el siglo XIII y la propiedad privada tiene cierto peso en el código civil. Pero como aquí todo puede pasar, y de hecho todo pasa, el obispo de Córdoba estaría en su derecho de pedir a la delegada que ceda el salón comedor de su casa para celebrar reuniones de catequistas y el dormitorio principal para llevar a cabo los cursillos prematrimoniales. No lo hará, porque la demagogia cursa aquí en un solo sentido, aunque, para estar a tono, ganas me dan de pedir a la Unesco que, además de la dieta mediterránea, declare al sectarismo político andaluz patrimonio inmaterial de la humanidad.