El Decreto Apostolicam actuositatem, del Concilio Ecuménico Vaticano II, como sabemos, trata del apostolado seglar, es decir, de la vocación del fiel laico en el mundo y en la Iglesia, de su misión y de su naturaleza eclesial, ya que "el apostolado de los laicos, que surge de su misma vocación cristiana nunca puede faltar en la Iglesia" (AA 1).
Pertenece a la naturaleza del laicado la santificación en el orden terreno y temporal, tratando con la materia del mundo para presentarla transformada a Dios, ofreciendo así un culto lógico, espiritual (cf. Rm 12,1s) y ante el laicado se despliega un campo de misión y actuación amplísimo: el matrimonio y la familia, lo profesional, técnico, cultural, artístico, y su aportación a la vida de la comunidad cristiana como un miembro vivo. Siempre conservando su peculiar condición laical, sin clericalización, sin resguardarse en ámbitos cálidos afectivos en el seno de las sacristías, sino en una exposición permanente a la intemperie del mundo:
"ejercen el apostolado con su trabajo para la evangelización y santificación de los hombres, y para la función y el desempeño de los negocios temporales, llevado a cabo con espíritu evangélico de forma que su laboriosidad en este aspecto sea un claro testimonio de Cristo y sirva para la salvación de los hombres. Pero siendo propio del estado de los laicos el vivir en medio del mundo y de los negocios temporales, ellos son llamados por Dios para que, fervientes en el espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a manera de fermento" (AA 2).
La misma Constitución Lumen Gentium dedica todo el capítulo V al laicado. Primero lo define, señalando el origen bautismal de toda gracia y vocación, y luego lo ubica: en la Iglesia y como miembro de la Iglesia, insertado en el mundo y en el orden temporal:
"Con el nombre de laicos se designan aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado religioso aprobado por la Iglesia. Es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde" (LG 31).
El orden social, la materia terrena y profana, aquello que está fuera de los templos y de las sacristías, es el campo de labranza del laicado, la masa que ellos han de fermentar:
"A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento. Y así hagan manifiesto a Cristo ante los demás, primordialmente mediante el testimonio de su vida, por la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad. Por tanto, de manera singular, a ellos corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor" (LG 31).
Esta doctrina es importante para clarificar y entender la misión de los seglares, el lugar que les es propio evitando confusiones, evitando la clericalización de los laicos que tantas hemos padecido, impulsando la presencia de la Iglesia y su actuación en el mundo, sin miedo ni repliegues; sin secularizar la fe creyendo que ésta es sólo privada, íntima y sentimental, impidiendo todo reflejo en las decisiones y opciones políticas, culturales, laborales, etc.
Estas grandes líneas de fuerza del decreto "Apostolicam actuositatem", relacionadas además con las Constituciones Lumen Gentium y Gaudium et Spes, las podemos estudiar en una catequesis de Pablo VI; de esta manera comprenderemos mejor la doctrina del Concilio Vaticano II y la interrelación entre sus diversos documentos viendo la naturaleza y la vocación al apostolado del laicado católico:
"El Concilio, con su riquísimo patrimonio doctrinal, espiritual y pastoral, ha reservado páginas verdaderamente espléndidas sobre la naturaleza, dignidad, espiritualidad, misión y responsabilidad de los fieles laicos. Y los Padres conciliares, haciendo eco al llamamiento de Cristo, han convocado a todos los fieles laicos, hombres y mujeres, a trabajar en la viña" (Juan Pablo II, Christifideles laici, n. 2).
Las líneas de fuerza del decreto Apostolicam actuositatem, expuestas por el papa Pablo VI, sitúan al fiel laico en el mundo, en el orden temporal: como miembro de la Iglesia será perfecto ciudadano del mundo, con espíritu sobrenatural y en cuanto miembro de la Iglesia.
"Hablemos todavía del Concilio. Tendremos que hablar aún durante largo tiempo. Nuestra época está señalada por este acontecimiento. No os cause enojo este nuestro frecuente recurso a aquél, que informa por sí la vida de la Iglesia. Aunque no fuese más que por el nuevo lenguaje con que aquél ha honrado la enseñanza de la doctrina cristiana. Nuevas locuciones, incluso anteriores al Concilio y descubribles en la literatura tradicional, se han hecho de uso corriente y han adquirido significados característicos importantes, ya sea para el pensamiento teológico, ya para la ordinaria conversación entre nosotros los creyentes.
La Consecratio mundi
Una de estas locuciones suena así: “consecratio mundi”, la consagración del mundo. Esta expresión tiene raíces lejanas, pero se debe al papa Pío XII, de venerada memoria, el mérito de haberla hecho particularmente expresiva en orden al Apostolado de los Seglares. La encontramos en el discurso que aquel gran Papa pronunció con ocasión del II Congreso Mundial del Apostolado de los Seglares; pero también había hecho referencia al mismo en otras ocasiones; más explícitamente entonces, el 5 de octubre de 1957, afirmaba que la “consecratio mundi”, en cuanto mira a lo esencial, es tarea de los laicos… “que se hallan íntimamente e insertos en la vida económica y social”. Nos mismo usamos de tal locución en la pastoral de 1962 a la archidiócesis de Milán. Y la expresión trascendió (nueva prueba de la coherente continuidad de la enseñanza eclesiástica) a los documentos del Concilio: “…los laicos –dice la Constitución Dogmática sobre la Iglesia- consagran a Dios al propio mundo” (LG 34 y también nn. 31, 35, 36; AA 7, etc.).
Consagración, mundo, laicos
Para valorar esta expresión habremos de analizar el significado de tres términos: consagración, mundo, laicos; términos densos de contenido y que no son usados siempre en sentido unívoco. Bástenos aquí recordar que por consagración entendemos, no ya una separación de una cosa de aquello que es profano para reservarla exclusivamente o particularmente a la Divinidad, sino, en sentido más amplio, el restablecimiento de una relación a Dios de una cosa según su orden propio, según la exigencia de la naturaleza o de la cosa misma, en el designio querido por Dios (cf. Lazzati, en “Studium”, 1959, pp. 791-805; Congar, Jesus Christ, pp. 215 y ss). Y por mundo entendemos el complejo de los valores naturales, positivos, que existen en el orden temporal, o, como dice en este sentido el Concilio (GS 2): “Toda la familia humana en el contexto de todas aquellas realidades entre las cuales vive ella”. Y con el término laico, ¿qué entendemos? Ha habido gran discusión para precisar el significado eclesial de esta palabra, para llegar a esta definición descriptiva: laico es un fiel, perteneciente al pueblo de Dios, distinto de la Jerarquía, la cual está separada de las actividades temporales y preside la comunidad dispensándole los “misterios de Dios” (1Co 4,1; 2Co 6,4), y que tiene, en cambio, una relación determinada y temporal con el mundo profano (cf. “La Iglesia del Vaticano II”, Schillebeeckx, p. 960).
¿Cómo se concibe la consagración del mundo?
De la simple consideración de estos términos parece surgir una dificultad: ¿cómo se puede hoy pensar en una “consecratio mundi”, cuando la Iglesia ha reconocido la autonomía del orden temporal, es decir, el mundo tal como en sí es teniendo sus fines propios, sus propias leyes, sus propios medios? (cf. AA 7; GS 42, etc). Es ya conocida de todos la posición nueva sumida por la Iglesia respecto a las realidades terrestres; éstas tienen una naturaleza que goza de un orden, que posee, en el cuadro de la creación, razón de fin, aunque subordinado al cuadro de la redención; el mundo es de suyo profano, desligado por la concepción unitaria de la cristiandad medieval; es soberano en su campo propio, campo que abarca todo el mundo humano. ¿Cómo se puede pensar en su consagración? ¿No se retorna así a una concepción sacral, clerical del mundo?
Autonomía del orden temporal
He aquí la respuesta; y he aquí la novedad contextual y sumamente importante, en el campo práctico: la Iglesia acepta reconocer el mundo como tal, es decir, libre, autónomo, soberano; en un cierto sentido, autosuficiente; no trata de hacer de él instrumento para sus fines religiosos y mucho menos una potencia de orden temporal; la Iglesia admite también para sus fieles del laicado católico, cuando actúan en el terreno de la realidad temporal, una cierta emancipación, les atribuye una libertad de acción y una propia responsabilidad les otorga confianza. Pío XII ha hablado incluso de una “legítima laicidad del Estado”. El Concilio recomendará a los pastores que reconozcan y promuevan “la dignidad y la responsabilidad de los laicos” (LG 37), pero añadirá, precisamente hablando de los laicos y a los laicos, que “la vocación cristiana es por su propia naturaleza una vocación al apostolado” (AA 2), y a la vez que les concede, más aún, recomienda que actúen en el mundo profano con perfecta observancia de los deberes a aquél inherentes, les encarga llevar dentro tres cosas (hablamos muy empíricamente), es decir: el orden correspondiente a los valores naturales, propios del mundo profano (valores culturales, profesionales, técnicos, políticos, etc.), la honestidad y la bizarría, podríamos decir, la competencia y la dedicación, el arte de desarrollar y de realizar debidamente aquellos mismos valores. El laico católico debería ser, incluso desde este solo aspecto, un perfecto ciudadano del mundo, un elemento positivo y constructor, un hombre digno de estima y de confianza, una persona amante de la sociedad y de su país. Nos confiamos que de él se pueda pensar siempre así; y deseamos que él no ceda al conformismo de tantos movimientos perturbadores que hoy agitan, de varios modos, el mundo moderno. La primera epístola del Apóstol Pedro y ciertas páginas de las de San Pablo (por ejemplo, Rm 13) merecerían, de muchos que se profesan activos en función de su laicado católico, una seria meditación.
La animación de los principios cristianos
El otro influjo que la Iglesia, y no sólo el laicado, puede ejercer en el mundo profano, dejándole ser tal, y al mismo tiempo honrándole con una “consecratio”, como el Concilio nos enseña, es la animación (AA 7, GS 42) de los principios cristianos, los cuales si son, en su significado vertical, es decir, referido al término supremo y último de la humanidad, religiosos y sobrenaturales, en su eficiencia, que hoy se dice horizontal, es decir, terrena, son sumamente humanos; son la interpretación, la inagotable vitalidad, la sublimación de la vida humana en cuanto tal. El Concilio habla a este propósito de “compenetración de la ciudad terrena y de la ciudad celeste… (para) contribuir a hacer más humana la familia de los hombres y su historia” (GS 40); y recuerda a los laicos “que deben participar activamente en la vida total de la Iglesia, no sólo obligándose a impregnar el mundo de espíritu cristiano sino estando llamados también a ser testigos de Cristo en toda circunstancia y en medio de la sociedad humana” (GS 43; AA 2).
La santidad que irradia sobre el mundo
Es en este sentido cómo la Iglesia, y especialmente los laicos católicos, confieren al mundo un nuevo grado de consagración, no aportando a él signos específicamente sacros y religiosos (que en ciertas formas y circunstancias estarían también en su lugar allí), sino coordinándolos “en el ejercicio del apostolado en la fe, en la esperanza y en la caridad” al Reino de Dios. “Qui sic ministrat, Christo ministra”, “quien así sirve al prójimo, sirve a Cristo” dice en una bella página San Agustín (In Io. Tract. 51, 12; PL 35, 1768). Es la santidad que se irradia sobre el mundo y con el mundo. Es, mejor sea ésta la vocación de nuestro tiempo. De todos nosotros, hijos carísimos” (Pablo VI, Audiencia general, 23-abril-1969).