Se levantó el filisteo y fue acercándose al encuentro de David; se apresuró David, salió de las filas y corrió al encuentro del filisteo. Metió su mano David en su zurrón, sacó de él una piedra, la lanzó con la honda e hirió al filisteo en la frente; la piedra se clavó en su frente y cayó de bruces en tierra. Y venció David al filisteo con la honda y la piedra; hirió al filisteo y le mató sin tener espada en su mano” (1 Sm 17).
Goliat asusta. Es gigante, es un guerrero poderoso y afamado, y se jacta de haber vencido todas sus batallas. ¿Quién no temblaría ante él? Todos tenemos nuestro Goliat, ese enemigo que nos hace frente, que se jacta ante nosotros y nos domina por el miedo. Y muchas veces vivimos sometidos a él, sin enfrentarnos ni plantarle cara, porque es demasiado fuerte, y pensamos que no podemos vencer. Alguna vez hemos intentado oponernos a él, pero nuestra resistencia ha durado demasiado poco, porque no hemos luchado con convicción, presuponiendo que nada podemos hacer para vencer. Cada uno sabe cuál es ese Goliat; puede ser un pecado que nos domina, un defecto que nos puede, un miedo o una tristeza, una enfermedad física o psíquica, una persona real de nuestra vida… A veces no plantamos cara a ese Goliat, porque hemos aceptado vivir dominados por él, sometido a él. Es verdad que intuimos que hay un modo más libre de vivir, que deshacernos de él nos haría encontrar la paz, pero tenemos miedo de perder ese sometimiento, tenemos miedo de ser derrotados, tenemos miedo al ver su tamaño… y nuestra pequeñez.
De David se dice que era el hijo pequeño, apenas era un muchacho cuando sucedió esta historia. Del mismo modo, nosotros nos vemos tan pequeños, tan incapaces, que nos inmovilizamos ante Goliat y tiramos la toalla. Sabemos que por nuestras fuerzas nos podemos vences, porque somos demasiado débiles. También David lo sabía. Su lucha con Goliat no era una cuestión de estrategias humanas, pues tenía todas las de perder, ya que era inexperto en la lucha; es decir, esta lucha no es una cuestión de voluntarismo o de estrategias humanas, puesto que nuestra ignorancia y nuestra fuerza de voluntad fracasan ante el poder de nuestro Goliat. De hecho, la Escritura cuenta que intentaron poner a David una armadura, pero era tan pequeño que no se podía ni mover con ella puesta. También nosotros, cuando intentamos hacer frente con nuestras fuerzas y estrategias, olvidando nuestra debilidad, acabamos inmovilizados y ni siquiera podemos empezar a luchar, atrapados por nuestra propia limitación, incapaz de protegernos y darnos la victoria.
Pero David no se desanima, y se lanza a la lucha contra el filisteo. ¿Por qué? Porque sabe que no es una lucha humana, sino sobrenatural. El filisteo le ataca con armas, pero David se enfrenta a él en el nombre del Señor, confiado en que Dios le va a conceder la victoria. David se confía absolutamente a Dios, porque sabe que él solo no puede vencer; entonces se despoja de todas las armaduras humanas, y de las armas voluntaristas, y se entrega a la lucha confiado sólo en el poder de Dios. Así, la palabra nos invita a afrontar la lucha desde la confianza en Dios. Efectivamente, si lo miramos con ojos humanos, Goliat es invencible, pero si miramos con una mirada sobrenatural, y descubrimos que Dios está con nosotros, nos daremos cuenta de que con la gracia de Dios podemos; como dice el Evangelio: “Para Dios nada hay imposible” (Lc 1, 37). Pero eso no significa quedarnos de brazos cruzados esperando que Dios lo haga todo: ni voluntarismo ni espiritualismo; la gracia actúa sobre la naturaleza y la capacita, pero si el hombre no actúa con su libertad, nada sucede. O traducido al castellano: “a Dios rogando, y con el mazo dando”. David coge el cayado, se acerca al torrente, coge cinco piedras, las echa al zurrón, y se lanza, honda en mano, a la lucha.
El cayado es la Cruz de Cristo. En ella, Cristo nos ganó la victoria contra el enemigo, y, con su obediencia, destruyó nuestra desobediencia, y nos arrancó de la tiranía del diablo, dándonos la redención y la libertad. En ella, el Señor nos dio la victoria a través de la misericordia: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). El Señor nos ha abierto las entrañas de su misericordia, derramando de su costado el sacramento del perdón, para que las victorias de Goliat queden deshechas, y para que comprendamos que nuestra victoria no viene de no caer, sino de no cansarnos nunca de volver a levantarnos. Dios nos ha dado su amor incondicional en la Cruz; ella es el cayado en el que podemos apoyarnos para levantarnos, y hacer frente a Goliat, confiados en el triunfo de Cristo que venció al mal en la Cruz.
El torrente de agua es el Espíritu Santo: “Dijo Jesús: «El que tenga sed, que venga a mi, el que cree en mi, que beba; como dice la Escritura: de sus entrañas manarán torrentes de agua viva». Decía esto refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en Él. Todavía no había Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado” (Jn 7, 37 – 39). Jesucristo, en su glorificación, es decir, en su Pasión y Resurrección, entregó el Espíritu Santo a los apóstoles, enriqueciéndolos con sus dones y carismas, para que fuesen por todo el mundo a Evangelizar. Por el bautismo, las aguas salvadoras de este torrente nos han purificado, y, al creer en Jesús, hemos recibido al mismo Espíritu Santo, que se ha convertido, dentro de nosotros, en un torrente de agua viva. Del torrente del Espíritu Santo, que se nos ha dado gracias a la glorificación de Cristo, es de donde podemos obtener las cinco piedras para vencer a nuestro Goliat.
La primera piedra son los sacramentos, a través de los cuales nos llega la gracia de Dios, es decir, la presencia de Cristo y la fuerza del Espíritu Santo que nos fortalecen y nos capacitan para la lucha; sobre todo la Eucaristía y la Confesión. Enla Eucaristía es Cristo mismo quien viene a habitar en nosotros, dándonos la gracia de la comunión con él. “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rm 8, 31). “No tengas miedo, yo estoy contigo para librarte” (Jr 1, 8). “Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo” (Sal 22, 4). Jesucristo me fortalece con su presencia, y a través de la Eucaristía, se queda conmigo, para afrontar con él la lucha: “todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Flp 4, 13). Y a través de la Confesión, se me da no solo el perdón de los pecados, sino la gracia para resistir más fuertemente a la lucha. La victoria está asegurada, pues, si no caemos, hemos vencido a Goliat; pero si caemos, por la Confesión la victoria de Goliat queda deshecha y podemos volver a plantarle cara con la misma fuerza. En ella escuchamos a Dios, que a través del sacerdote, nos dice: “yo te absuelvo de tus pecados”. Ella nos permite volver a levantarnos una y mil veces y no desfallecer en la lucha, confiados en que, tarde o temprano, Goliat caerá.
La segunda piedra es la oración. En ella nos encontramos con Dios, y permitimos que sus sacramentos y su Palabra den fruto en nosotros. A través de la oración, crece nuestro amor por Dios y nuestra confianza en él, y recibimos la luz del Espíritu Santo para discernir la voluntad de Dios en nuestra vida. En la oración, podemos conocer mejor a nuestro enemigo y aprender de Dios el modo de vencerle. En la oración podemos descansar de nuestra lucha, y reponer las fuerzas descansando sobre el pecho de Jesús, nutriéndonos de su Palabra y recibiendo una renovación del Espíritu Santo. Pero no una oración repetitiva e inconsciente de papagayos, sino la oración con el corazón, la más sincera, la más abierta, la más capaz de acoger la Palabra y de hacer silencio para percibir la voz de Dios. “Cuando oréis, no uséis muchas palabras” (Mt 6, 7). Que sean palabras que salgan del corazón, aunque no sean muchas; que más que importarnos el “hablar” nos importe el “estar”.
La tercera piedra es la comunidad. Uno no puede vencer solo, necesita la ayuda y el apoyo de los hermanos para poder vencer: la comunidad concreta de la tierra y la intercesión de la Iglesia del cielo. La comunidad nos ayuda a salir de nosotros mismos y a darnos cuenta de que hay muchos más luchando, como nosotros, que nos alientan a no desfallecer y a seguir adelante. Los hermanos nos ayudan a comprender las estrategias de Goliat para poder vencerlas, tiran de nosotros cuando no nos atrevemos a afrontar la lucha, nos levantan cuando caemos. Por eso Goliat intenta separarnos, dividirnos, individualizarnos; porque sabe que así es más fácil su victoria. A través de la crítica, de las sospechas o los celos, rompe nuestras comunidades y las divide, para aislarnos y que seamos presa fácil. Al fin y al cabo Goliat es uno, y nosotros muchos; uno a uno, nos vence, pero todos juntos podemos con él. Ese es el sentido de la invitación de Jesús a edificar la casa sobre roca, y no sobre arena. La diferencia entre la roca y la arena es que la roca es compacta, mientras que la arena son muchas pequeñas rocas, pero sueltas, sin cohesión, divididas, solas; cuando arremete el río, la casa se hunde. Pero si está cimentada sobre roca, sin fisuras, sin divisiones, sin aislamiento, aguanta el embate de los vientos.
La cuarta piedra es la dirección espiritual. Dios nos ha dado a nuestros pastores, para que nos guíen a Él, no sólo en masa como a un rebaño de borregos. Dice la Escritura que el buen pastor conoce a cada oveja por su nombre. En la dirección espiritual, el sacerdote nos ayuda a discernir la voluntad de Dios por encima de nuestros pecados y contradicciones, y nos ayuda a conocer las estrategias de Goliat, para poder vencerle. Así, guiados por nuestros pastores, podemos hacer el lanzamiento certero para acabar de una vez por todas con Goliat. Ellos nos ayudan a profundizar en la vida espiritual y a conocer la raíz de nuestros males, para no dejarnos llevar por el miedo y ser verdaderamente libres.
La quinta piedra varía dependiendo de cada persona y de cada Goliat. Quizá tu quinta piedra sea el ayuno, quizá sean los sacrificios, quizá sea el huir de ciertas circunstancias, quizá sea la humildad, el morir a ti mismo, la pobreza, la sobriedad, la paciencia, la caridad… El torrente del Espíritu Santo es infinito, creativo, y se renueva constantemente; él nos ofrece la piedra adecuada a cada situación, a cada Goliat, con tal que queramos acercarnos al torrente a recogerla.
Esas cinco piedras las guardamos en el zurrón, que es la Iglesia. En ella el Señor ha depositado todos los tesoros de su misericordia, y no está lejos, la tenemos a mano, cerca. Siempre que queramos podemos acercarnos a ella para coger la piedra que necesitemos y poder así vencer a Goliat y ser libres. Ella custodia intacto el tesoro de la Redención, y hace que la gracia obtenida por Cristo llegue a todo tiempo y lugar, a cada hombre y a cada circunstancia.
Y ahora falta lo más importante: la honda. Sin ella, de nada nos serviría el cayado, el arroyo, el zurrón o las piedras. La honda es la fe. Por la fe sabemos que Dios es todopoderoso y puede vencer en nosotros; por la fe, los sacramentos dan fruto en nosotros, la oración nos nutre, la comunidad nos sostiene, el discernimiento nos mueve; sin fe, las cinco piedras son inútiles, y se quedan en el zurrón sin cumplir su cometido, pero con la fe, estas cinco piedras se convierten en armas mortíferas capaces de derrotar al más terrible de los enemigos. Las piedras no se lanzan solas. Del mismo modo, la fe requiere de nuestra libertad. Si hacemos un acto libre de fe, y con la honda de la fe cogemos las piedras y las lanzamos, la victoria es nuestra.
El Señor nos ha dado todo para vencer; como dice el Apocalipsis, “la victoria es de nuestro Dios y del Cordero” (Ap 7, 10). David no se echó atrás: rompió filas, se lanzó hacia delante, echó mano de las piedras y con la honda derrotó a Goliat de un solo golpe. Y tú, pequeño David, ¿te quedarás en las filas bajando la cabeza mientras Goliat se ríe de ti? ¿O te lanzarás adelante, fiado en Dios, y enfrentándote a tu Goliat con la fuerza del Espíritu Santo…?