“Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo’. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo.”  (Mt 5, 41-43)

         Cuando el Señor nos pide amar al enemigo, nos está pidiendo algo que va más allá de lo que el hombre por sí sólo puede realizar. Sin la ayuda de la gracia, este mandato de Cristo es imposible cumplirlo. Quizá se podría no devolver mal por mal, pero de ahí a hacer el bien a quien te ha hecho daño hay un largo trecho. Y, sin embargo, eso es lo que pide Cristo porque eso es lo que Él practicó.

         Ahora bien, quizá este mandamiento lo valoraríamos de otro modo si cambiáramos la perspectiva. ¿Qué nos parecería si en realidad el Señor no nos estuviera hablando a nosotros sino a esa persona a la que hemos hecho daño y que tiene la posibilidad de vengarse de nosotros, de devolvernos el golpe que antes nosotros le dimos? ¿Verdad que en ese caso ya no nos parecería tan descabellada la orden del Señor? ¿Verdad que le rogaríamos a nuestro enemigo que la cumpliera e incluso le recordaríamos que no sería un buen cristiano si no lo hiciera?

         Cuando tratamos el tema del perdón siempre pensamos en el que nosotros debemos dar, pero no en el que necesitamos que nos den. Quizá éste no lo recibamos, pero debemos empezar por dar el nuestro, porque a lo mejor así el otro se anima a dar el suyo y porque, como también dijo Cristo, “la medida que uséis la usarán con vosotros”. Necesitamos ser perdonados, por Dios y por los hombres; para que ese perdón nos llegue, empecemos nosotros por otorgarlo a quien nos ha ofendido. Eso es lo que rezamos en el Padrenuestro.