Educar es un oficio nobilísimo: se trata de dar forma al alma, de moldear el espíritu y ensanchar el intelecto, permitiendo sacar (educere: sacar) de cada educando lo mejor de uno mismo.
 
Sin duda, educar es algo noble, santo. ¡Dios mismo es el gran educador y Cristo el único Maestro! Quienes por vocación y misión son educadores, prolongan la acción de Dios.
 
Sólo que ahora, en plena crisis cultural, con un vacío de referencias y de Verdad, la educación se ha vuelto pobre, la transmisión de la Tradición se omite, y la educación se limita a forjar unos contenidos técnico-científicos, unas ideas a veces sin razonar e inconexas entre sí. Hay una parcialización en los saberes, tremendas lagunas de ignorancia, y el ser personal nunca queda afectado, sino que se le deja "crecer" espontáneamente, salvajemente. Sumemos -de pasada- otro problema: en general, los padres han abdicado de la educación de sus hijos limitándose a llevarnos a la escuela para que sean los maestros y profesores quienes eduquen a sus hijos.
 
Ya Benedicto XVI acuñó -en 2008- el concepto "emergencia educativa".
 
La situación es ésta y la educación hay que comprenderla así:
 
"La obra educativa parece haberse vuelto cada vez más ardua porque, en una cultura que demasiado a menudo hace del relativismo su propio credo, falta la luz de la verdad, al contrario, se considera peligroso hablar de verdad, infiltrando así la duda sobre los valores básicos de la existencia personal y comunitaria. Por esto es importante el servicio que llevan a cabo en el mundo las numerosas instituciones formativas que se inspiran en la visión cristiana del hombre y de la realidad: educar es un acto de amor, ejercicio de la “caridad intelectual”, que requiere responsabilidad, dedicación, coherencia de vida. El trabajo de vuestra Congregación y las decisiones que tomaréis en estos días de reflexión y de estudio contribuirán ciertamente a responder a la actual “emergencia educativa"" (Benedicto XVI, Discurso a la plenaria de la Cong. de la Educación Católica, 7-febrero-2011).
 
Educar es una obra del amor, de la cáritas más elevada. Esta caridad que es también intelectual educa acompañando en el descubrimiento y aceptación de la Verdad. Nunca peor enemigo para la educación que el relativismo, donde la persona se queda sin referentes sólidos para su existencia personal. 
 

Pero educar requiere responsabilidad, dedicación, coherencia de vida, cada cual en el propio nivel: los padres en cuanto padres, los profesores y maestros, los catequistas, los sacerdotes... Entregarse a la educación es un nobílisimo arte y camino de santificación ordinario (por ejemplo, para los padres, esposos cristianos, para los docentes, etc.)
 
Hay que saber ejercerlo... ejerciéndolo, sin abdicar.