La condición para pronunciar una palabra válida es que nazca del silencio, así estará llena de verdad, de contenido y de presencia.
* La voz, la palabra, la articulación, el tono, la entonación, etc., comunican... igual que comunica el silencio. Una sabia conjunción de todos estos elementos engrandece la belleza de la liturgia y nos sumerge en el Misterio.
* Oímos sin escuchar. El silencio, si es verdadero, permite la escucha, no meramente la percepción de sonidos. Y a veces en la liturgia, por defectos del emisor (ministros o simplemente acústica y megafonía) o por defectos del receptor (despiste, distracción, rutina) se oyen cosas que nunca llegan a escucharse, con reposo, porque falta el silencio en la comunicación. Y esto no es antinomia sino paradoja: silencio para la comunicación.
* La participación plena, consciente, activa, interior, fructuosa, en la liturgia es una mezcla de posturas corporales, canto, respuesta, oración, escucha, silencio. Pero todo sabiamente armonizado.
No debe faltar ninguno de los ingredientes anteriores, si no la participación se convierte en cualquier otra cosa. La Misa no es un rato de silencio y meditación devota y personal, pero tampoco es un continuo sucederse de palabras, moniciones, cantos y ruido.
La condición para mantener un diálogo -que no un parloteo- es el silencio que permite acoger y reposar con todos los sentidos la palabra del otro.
La condición para ordenar el pensamiento y razonar, para discernir y juzgar la realidad, es el silencio que evita la improvisación y el apresuramiento, siempre tendentes a la impulsividad y por tanto a errores, a fallos de razonamiento.
Callar para hablar, callar para escuchar, y que el silencio sea la premisa única para la fecundidad de lo pronunciado y lo escuchado. Un hombre vale lo que valen sus silencios y su palabra tiene peso específico si se pronuncia desde el silencio reposado.
En la liturgia, imprescindiblemente, el silencio es la condición y la capacidad de escuchar a Dios plenamente y acoger su Palabra y es el requisito para que las palabras pronunciadas en las oraciones litúrgicas sean nuestras realmente. Además, sólo en el silencio se adora.
Lo razona Romano Guardini:
“Ahora avanzamos un paso más y afirmamos que el silencio está en íntimo relación con el hablar y con la palabra.
Gran misterio es la palabra. Es tan efímera, que se extingue en un instante, es tan poderosa, que marca destinos y decide el sentido de la existencia. Es un producto delicado que hace sentir sus notas en el espacio, pero, a la vez, contiene algo eterno: la verdad. La palabra proviene del interior del hombre. Como sonido, procede del órgano de su cuerpo; como expresión, procede de su espíritu y de su corazón. En consecuencia, la palabra es producida por el hombre, pero también es algo subsistente en sí mismo, que el hombre no crea, sino que encuentra, aprende y utiliza. Una palabra remite siempre a otra, las palabras configuran entre sí esa gran unidad, que llamamos el lenguaje. Éste es el reino de los signos de la Verdad, en el cual vive el hombre...
¿Pero cómo se relaciona la palabra con la interioridad del corazón? Esta última vive del sentimiento y de lo que éste experimenta en cuanto al valor que tienen las cosas, al aprecio que se les dispensa y a la importancia plena que se les concede. ¿Pero no es verdad que este sentimiento se expresa en forma perfecta en la palabra, en tanto que ésta fluye inmediatamente? ¿Y no es cierto que esta palabra, articulada inmediatamente, puede ser expresada, mientras se reflexiona poco y nada? Esto es correcto por ahora. A la larga, también es verdad que el corazón del hombre, que habla permanentemente se vacía. Cuando el sentimiento se hace inmediatamente una sola cosa con la palabra, muere. El corazón tampoco puede vivir, sino permanece en sí mismo, en la soledad y en el silencio, porque, en poco tiempo, se agota, al igual que le sucede a un campo del que se pretende obtener fruto en forma ininterrumpida.
En consecuencia, la palabra es sustancial y eficaz, únicamente si proviene del silencio. Por cierto que vale para éste último algo semejante, es decir, para que sea fructífero y tenga la virtud de ser efectivo, el silencio tiene que encontrar el modo de exteriorizarse por la palabra. Es cierto que hay cosas que no necesitan ser dichas, como son los pensamientos íntimos más profundos, ya sea ante otros hombres, ante sí mismo o ante Dios. Para ello, es suficiente que esos pensamientos se expresen en la palabra interior, la cual permanece en el plano de la interioridad. En los demás casos, la palabra interior tiene que exteriorizarse. Así como el parloteo es la deformación del hablar, el mutismo es la deformación del silencio. El mutismo es justamente tan nocivo como la charlatanería, por cuanto es el silencio que se ha convertido en un callejón sin salida, ya que se ha petrificado y ensombrecido, con lo cual encierra al hombre en una especie de cárcel. La palabra abre las puertas de esta cárcel, hace que lo oculto salga a la luz y libera lo que está encerrado; posibilita que el hombre asuma responsabilidades y se perfeccione.
Además, la palabra sitúa al hombre entre los hombres, en la comunidad y en la historia. Ella libera al hombre. El silencio y la palabra se corresponden recíprocamente, ya que uno presupone el otro. Ambos unidos constituyen una totalidad en la cual está el hombre viviente, y es un hermoso descubrimiento el darse cuenta de que ningún término sirve para designarla. Pero todos sabemos que, en esa totalidad, está inserta la esencia del hombre, del mismo modo que el conjunto de la vida se realiza plenamente antes que nada en la unidad de la luz y de la oscuridad, del día y de la noche.
Por eso, hay que ejercitar el silencio también para hablar. La liturgia está conformada en gran parte por palabras que proceden de Dios o se dirigen a él. Estas palabras no deberían degenerar en palabrerío. Pero esto ocurre con todas las palabras, incluso con las más profundas y sagradas, cuando no son pronunciadas correctamente. En ellas debe resplandecer la verdad, tanto la verdad de Dios como la del hombre redimido. En ellas debe expresarse el corazón, tanto el corazón de Cristo en el que vive el amor del Padre como el corazón del hombre que depende de Cristo. Por medio de las palabras, nuestro ser íntimo debe penetrar en el ámbito de la veracidad sagrada, ámbito que delante de Dios configura a la comunidad y al misterio abarcado por ella. Más aún, el mismo –misterio sagrado- tiene que consumarse, por medio de la palabra humana que Cristo confió a los suyos, cuando les dijo: “Haced esto en memoria mía”.
En consecuencia, todo esto tiene que concretarse en estas palabras, las cuales deben ser grandes, serenas y plenas de sabiduría interior, pero ellas sólo son así, cuando provienen del silencio. Nunca se puede dejar de apreciar suficientemente la importancia del silencio para la celebración de la santa misa, tanto del silencio preparatorio, como también del que se produce una y otra vez durante su transcurso. El silencio abre la fuente interior de la cual proviene la palabra” (pp. 1518).
Gran misterio es la palabra. Es tan efímera, que se extingue en un instante, es tan poderosa, que marca destinos y decide el sentido de la existencia. Es un producto delicado que hace sentir sus notas en el espacio, pero, a la vez, contiene algo eterno: la verdad. La palabra proviene del interior del hombre. Como sonido, procede del órgano de su cuerpo; como expresión, procede de su espíritu y de su corazón. En consecuencia, la palabra es producida por el hombre, pero también es algo subsistente en sí mismo, que el hombre no crea, sino que encuentra, aprende y utiliza. Una palabra remite siempre a otra, las palabras configuran entre sí esa gran unidad, que llamamos el lenguaje. Éste es el reino de los signos de la Verdad, en el cual vive el hombre...
¿Pero cómo se relaciona la palabra con la interioridad del corazón? Esta última vive del sentimiento y de lo que éste experimenta en cuanto al valor que tienen las cosas, al aprecio que se les dispensa y a la importancia plena que se les concede. ¿Pero no es verdad que este sentimiento se expresa en forma perfecta en la palabra, en tanto que ésta fluye inmediatamente? ¿Y no es cierto que esta palabra, articulada inmediatamente, puede ser expresada, mientras se reflexiona poco y nada? Esto es correcto por ahora. A la larga, también es verdad que el corazón del hombre, que habla permanentemente se vacía. Cuando el sentimiento se hace inmediatamente una sola cosa con la palabra, muere. El corazón tampoco puede vivir, sino permanece en sí mismo, en la soledad y en el silencio, porque, en poco tiempo, se agota, al igual que le sucede a un campo del que se pretende obtener fruto en forma ininterrumpida.
En consecuencia, la palabra es sustancial y eficaz, únicamente si proviene del silencio. Por cierto que vale para éste último algo semejante, es decir, para que sea fructífero y tenga la virtud de ser efectivo, el silencio tiene que encontrar el modo de exteriorizarse por la palabra. Es cierto que hay cosas que no necesitan ser dichas, como son los pensamientos íntimos más profundos, ya sea ante otros hombres, ante sí mismo o ante Dios. Para ello, es suficiente que esos pensamientos se expresen en la palabra interior, la cual permanece en el plano de la interioridad. En los demás casos, la palabra interior tiene que exteriorizarse. Así como el parloteo es la deformación del hablar, el mutismo es la deformación del silencio. El mutismo es justamente tan nocivo como la charlatanería, por cuanto es el silencio que se ha convertido en un callejón sin salida, ya que se ha petrificado y ensombrecido, con lo cual encierra al hombre en una especie de cárcel. La palabra abre las puertas de esta cárcel, hace que lo oculto salga a la luz y libera lo que está encerrado; posibilita que el hombre asuma responsabilidades y se perfeccione.
Además, la palabra sitúa al hombre entre los hombres, en la comunidad y en la historia. Ella libera al hombre. El silencio y la palabra se corresponden recíprocamente, ya que uno presupone el otro. Ambos unidos constituyen una totalidad en la cual está el hombre viviente, y es un hermoso descubrimiento el darse cuenta de que ningún término sirve para designarla. Pero todos sabemos que, en esa totalidad, está inserta la esencia del hombre, del mismo modo que el conjunto de la vida se realiza plenamente antes que nada en la unidad de la luz y de la oscuridad, del día y de la noche.
Por eso, hay que ejercitar el silencio también para hablar. La liturgia está conformada en gran parte por palabras que proceden de Dios o se dirigen a él. Estas palabras no deberían degenerar en palabrerío. Pero esto ocurre con todas las palabras, incluso con las más profundas y sagradas, cuando no son pronunciadas correctamente. En ellas debe resplandecer la verdad, tanto la verdad de Dios como la del hombre redimido. En ellas debe expresarse el corazón, tanto el corazón de Cristo en el que vive el amor del Padre como el corazón del hombre que depende de Cristo. Por medio de las palabras, nuestro ser íntimo debe penetrar en el ámbito de la veracidad sagrada, ámbito que delante de Dios configura a la comunidad y al misterio abarcado por ella. Más aún, el mismo –misterio sagrado- tiene que consumarse, por medio de la palabra humana que Cristo confió a los suyos, cuando les dijo: “Haced esto en memoria mía”.
En consecuencia, todo esto tiene que concretarse en estas palabras, las cuales deben ser grandes, serenas y plenas de sabiduría interior, pero ellas sólo son así, cuando provienen del silencio. Nunca se puede dejar de apreciar suficientemente la importancia del silencio para la celebración de la santa misa, tanto del silencio preparatorio, como también del que se produce una y otra vez durante su transcurso. El silencio abre la fuente interior de la cual proviene la palabra” (pp. 1518).
Romano GUARDINI,
Preparación para la celebración de la Santa Misa,
Edibesa-San Pablo, Buenos Aires, 2010.
Preparación para la celebración de la Santa Misa,
Edibesa-San Pablo, Buenos Aires, 2010.
* La voz, la palabra, la articulación, el tono, la entonación, etc., comunican... igual que comunica el silencio. Una sabia conjunción de todos estos elementos engrandece la belleza de la liturgia y nos sumerge en el Misterio.
* Oímos sin escuchar. El silencio, si es verdadero, permite la escucha, no meramente la percepción de sonidos. Y a veces en la liturgia, por defectos del emisor (ministros o simplemente acústica y megafonía) o por defectos del receptor (despiste, distracción, rutina) se oyen cosas que nunca llegan a escucharse, con reposo, porque falta el silencio en la comunicación. Y esto no es antinomia sino paradoja: silencio para la comunicación.
* La participación plena, consciente, activa, interior, fructuosa, en la liturgia es una mezcla de posturas corporales, canto, respuesta, oración, escucha, silencio. Pero todo sabiamente armonizado.
No debe faltar ninguno de los ingredientes anteriores, si no la participación se convierte en cualquier otra cosa. La Misa no es un rato de silencio y meditación devota y personal, pero tampoco es un continuo sucederse de palabras, moniciones, cantos y ruido.