Capítulo primero de la obrita Los hermanos coreanos del Padre José Spillmann de la Compañía de Jesús.
La ciudad de Han-jang -que así se llamaba antiguamente la capital de Corea, hoy Seúl- se mostraba vestida de fiesta un hermoso día de verano del año 1782. Hasta las estrechas y tortuosas calles de los barrios apartados, donde viven los jornaleros y los mendigos, estaban adornadas de trecho en trecho con verdes ramas, o con inscripciones caprichosamente pintadas, pendientes de una cuerda tendida a través de las calles en medio de los farolillos de papel de colores vivos.
Pero quien dejara esos barrios y se dirigiera a las calles habitadas por los ciudadanos acomodados, o llegara la calle principal que conduce al palacio del rey, no podría menos de admirarse al ver la riqueza de los adornos, los cuales eran cada vez más magníficos a medida que se iban acercando a la morada del gran mandarín. Por doquiera abundaban verdes ramas y vistosas flores traídas de los bosques próximos o de las casas de campo que rodeaban la ciudad. Por todas partes ondeaban los gallardetes de colores en sus mástiles, y se notaban largas filas de faroles de papel de color y de formas caprichosas, que habían de ser encendidos tan pronto como viniera la noche; por todas partes se veían inscripciones escritas con letras doradas sobre fondo rojo, en las que se deseaba salud, bendición y dicha a Kim-mun, al amado de los dioses, al sapientísimo y justísimo mandarín del rey, con motivo de haber cumplido los sesenta años. Pues el mandarín solemnizaba aquel día su Hoan-kap (entrada en el año sexagésimo primero de la vida), que los coreanos celebran con más solemnidad aún que los chinos.
En las adornadas calles se agolpaba la multitud, vestida con sus mejores trajes. Los vestidos no siempre limpios de los moradores de Han-jang brillaban aquel día con deslumbradora blancura; sus jubones competían con los colores del firmamento, y sus grandes sombreros de anchas alas habían sido teñidos recientemente de color rubio o negro brillante. Mujeres, a excepción de las cantoras y bailarinas, que eran malmiradas, no se veía ni una sola por las calles, pues la moral coreana no les permite salir de casa; pero estaban detrás de las ventanas cubiertas de papel barnizado, viendo lo que sucedía en la calle por los agujeros intencionadamente abiertos en el papel.
Numerosa turba de jóvenes se dirigía, profiriendo agudos gritos, a la gran plaza que hay delante del palacio del rey, frente al cual vivía Kim-mun. Llevaban sesenta cometas de papel de formas y colores a cual más extravagante, levantadas en altas varas. Cada una de estas cometas tenía el nombre de uno de los años del periodo de sesenta años; pues los coreanos, lo mismo que los chinos, tienen un ciclo o período de tiempo de ese número de años, cada uno de los cuales tiene su nombre, como entre nosotros los días de la semana, y precisamente por esta razón celebran ellos tan solemnemente el día en que cumplen los sesenta, porque el mortal que llega a cumplirlos, han recorrido todos los años de este ciclo y con el año sexagésimo primero empieza, por decirlo así, a vivir una nueva vida.
Se trataba de remontar, gracias al fuerte viento del oeste que venía del Mar Amarillo, las sesenta cometas, y después sujetar la cuerda de cada una de ellas en el techo que cubría el arco de la puerta exterior del palacio del rey, para que aquellas abigarradas figuras en que estaban escritos los nombres de cada uno de los sesenta años, y que representaban los de la vida del gran mandarín, se detuvieran en alto frente a la casa de Kim-mun. Los sesenta niños que intentaban remontar las cometas, pertenecían a la nobleza, y así podía juzgarse al ver sus vestidos de seda y sus sombreros adornados de largos lazos, que, atados por bajo de la barba, les llegaban a las rodillas.
-Tú verás, hermanito mío, cómo nuestra cometa se remonta antes que todas las demás -dijo un hermoso niño de unos doce años a su hermano, dos años menor que él, que iba detrás llevando un ovillo de cuerda-. Cuando ayer la remonté en nuestra casa de campo, me hice sangre en un dedo: míralo.
-Mucho me alegraré que seas el vencedor, Yn, y yo te ayudaré -respondió el menor-. ¡Guárdate del grandullón de La-men! Enredó hace pocos días con toda intención la cuerda de su cometa con la de Ya-he y con la de Ke-un para cortársela y hacer que se les vayan las cometas.
-No se atreverá a hacer esto conmigo -exclamó Yn, cuyos ojos chispeaban-. Si tal hiciera, ya verías cómo yo le escarmentaría, aunque casi me lleva la cabeza.
-¿Me estás amenazando, Yn? -dijo un muchacho alto y bizco interponiéndose entre los dos hermanos. Si no me pides perdón de rodillas aquí mismo, te haré pedazos tu cometa para que el viento se la lleve a donde quiera.
Pero antes de que Yn pudiese replicar, llegó el maestro de la escuela de los niños, que los había conducido a todos ellos allí, y que había sido el inventor de aquel juego de las sesenta cometas.
-¿Por qué te atreves a interrumpir el juego o a impedírselo a algunos de tus compañeros, Lamen? -dijo amenazándole con la mano-. No te librarás de la caña de bambú, aunque fueras diez veces hijo del mandarín supremo tribunal. Comenzad ya el juego. ¡Buenas gentes, apartaos y dejad espacio!
Algunos soldados armados de largas picas hicieron retroceder a la multitud, que se agolpaba deseosa de ver el juego, dejando espacio libre entre casa de Kim-mun, que había sido brillantemente adornada, y la parte exterior del palacio real. Se colocaron los niños en fila con sus cometas, seguido cada uno de un auxiliar escogido por ellos mismos; y a una señal del maestro empezaron a correr en dirección contraria al viento, para que se remontaran las cometas. El primero que lo consiguió fue el niño Yn, que elevó su hermosa cometa verde en figura de dragón con los ojos encendidos y las alas extendidas oscilando a derecha e izquierda sobre las cabezas de la multitud, pues había gritado en el momento oportuno a su hermano menor, diciéndole:
-¡Suéltala!
Los espectadores aplaudieron al ver elevarse aquella caprichosa figura con su larga cola y con el nombre del año duodécimo; y el mismo Yn se alegró mirando siempre a la cometa que rápidamente subía. Kuan, su hermano menor, había llegado corriendo junto a él y desliaba rápidamente el ovillo para que su hermano tuviera a su disposición la cuerda que necesitara.
Yn corrió hacia el arco central de la puerta exterior del palacio sin quitar los ojos de la cometa, y ya iba a llegar al término deseado, cuando oyó a su hermano gritar, diciéndole:
-¡Ten cuidado!, y en el mismo momento se cayó de espaldas al suelo, lanzado un grito de dolor.
La-men, que venía detrás de Yn sin ser visto por él, le había puesto disimuladamente un pie entre los suyos, y el niño tropezó y cayó, hiriéndose con una piedra en la cabeza. La-men, fingiendo que aquel accidente había ocurrido por casualidad, se llegó a Yn, como queriendo ayudarle a levantarse, y le quitó la cuerda de la cometa, soltándola para que se cayera, como en efecto habría sucedido si el niño Kuan, rápido como el rayo, no hubiera cogido la cuerda, dando al mismo tiempo a La-men un golpe tan fuerte, que éste, a pesar de su estatura, dio consigo en tierra y hubo de soltar la cuerda de su propia cometa.
Al momento se levantó La-men del polvo, que había ensuciado su vestido de seda, y ciego de ira intento lanzarse sobre el niño Kuan; pero el maestro, que no había perdido de vista a aquel envidioso muchacho, llegó al punto donde él estaba y le puso en manos de uno de los soldados diciéndole:
-Luego ajustaremos cuentas.
Se fue en seguida al niño Yn y le levantó. Tenía este una herida en la nuca, de la cual brotaba sangre, pero cuando vio que su cometa subía muy alto, pronto recobró la alegría y apenas consintió que en una fuente que había allí cerca le lavaran la herida y que se la vendaran con un lienzo. Luego corrió a alcanzar a su hermano, que entretanto había llegado a la puerta del palacio.
-¡Muy bien!, le dijo. Has sujetado la cometa y has derribado a La-men.
-Me alegro mucho de ambas cosas, por más que ahora querrá vengarse, respondió el niño. Las furiosas miradas de sus ojos bizcos gritaban venganza. Pero dejemos eso ahora y sujetemos la cometa. ¿Quieres subir a la galería de la torre o llamamos a otro niño para que nos ayude?
-No, apenas me duele la cabeza; subiré yo, y tú verás cómo recojo la cuerda que me lances desde abajo y nuestra cometa volará más alta que todas sobre la casa de Kim-mun. Por lo que toca a la venganza del miserable La-men, podemos confiar en la protección de nuestro tío Kim; aunque no temo encararme con él, añadió Yn, no sin gran confianza en sí mismo.
Luego subió rápidamente la escalera y pronto apareció en la galería de la elevada torre. Después de haber intentado Kuan una vez inútilmente lanzar la cuerda atada a una piedra hasta donde estaba su hermano, pudo conseguir que éste la asiese hábilmente, y no tardó la cometa en ocupar el lugar que los niños le habían señalado sobre la casa del gran madarín, y en quedar atada en la torre de la puerta del palacio.
La cometa de los dos hermanos era la primera que había en aquel lugar, y la multitud los aplaudió como vencedores, pues los coreanos son muy aficionados a este juego, y todos los allí presentes habían seguido con atención a los niños en su empresa de remontarla. No tardaron en quedar sujetas en el mismo sitio la mayor parte de las cometas, peor la última tardó más de una hora en volar sobre la casa del gran mandarín. Era la de La-men, a quien después de haberle encerrado en un patio interior, le permitieron salir, para que con la suya se completara felizmente el número de sesenta cometas. Luego fueron introducidos todos los niños en el jardín del gran mandarín por sus criados, y obsequiados espléndidamente con todo género de golosinas del país y de la China, especialmente caracoles y lombrices en dulce, mientras que el malvado La-men recibía una buena lección con un bambú, y se quedaba encerrado en la escuela durante todo el día.
Fin del primer capítulo