París, 1910, la crítica se divide ante un lienzo expuesto en el Salón de los Independientes. Con el sugerente nombre de “Puesta de sol en el Adriático” está firmado por el artista Rafael Joaquin Boronali.
Cautivados unos, justifican la causa de su admiración, por la expresividad que trasmite el osado pintor. Algunos encuentran en su pintura los signos claros de una revolución pictórica. Sin embargo otros, a pesar de mirar y remirar la tela no ven otra cosa que manchas de colores a modo de anárquicos brochazos. Sobra decir qué piensan los primeros de los “retrógrados” de este segundo grupo, que se enfrentan al arte de forma tan simplista.
Boronali…suena familiar, pero…¿alguien realmente lo conoce?
Hay alguien que si: se trata de Roland Dorgelès, un periodista francés que revela que bajo el seudónimo de Boronali se oculta el autor, de nombre Lolo, cuyo nombre científico es equus asinus. Es decir, no se trata de un homo sapiens como todo el mundo piensa sino de un asno, a cuya cola y ¡ante notario! ató una brocha con distintos colores hasta realizar el admirado lienzo.
Esta provocación no evitó (es más favoreció) que la “obra de arte” no sólo no fuera retirada de la exposición, sino que lograra un aluvión de visitantes que buscaban contemplar “el cuadro del asno”.
Dorgelès confesó a un amigo, mientras veía a su asno mover la cola, “Ahora que tantos asnos pintan ¿que tal si lo hacemos con uno de verdad?”
Este es sólo uno de tantos intentos (por cierto bastante poco divulgados) de desenmascarar, ridiculizándolo, este “arte del camelo”; negocio que mueve cantidades millonarias y que han tenido que sufrir en silencio multitud de “legos” en la materia por miedo a que un grupo de cursis o de listos los tachen de incultos, atrasados etc.
La cosa es que esto sigue ocurriendo (dentro de poco lo veremos de nuevo en ARCO, en Madrid). Ya hemos dicho otras veces que la objetividad es una base fundamental de cualquier sociedad que quiera progresar. Porque si se pierde la objetividad, entramos en el todo vale, y así no se puede construir nada, al revés, comienza la destrucción. En el caso que nos ocupa, todo es arte, y ¿quién va a decir lo contrario? ¿Quién osará criticar la más horrenda de las obras? ¿Y si en vez de fea es ofensiva? ¿Y si es irreverente? Y esto mismo pasa con todas las cosas.
Así que, el que no quiera hoy la responsabilidad de ser objetivo (y llamar las cosas por su nombre), que pague mañana la penitencia de haber sido subjetivo.
Porthos