Profanar una Iglesia es como despertar a un bebé de la siesta, un sinsentido, porque está por ver que, con lo que bien que le sienta, el sueño de la razón produzca monstruos en el cuarto de hora escaso que dura la cabezada. De igual modo, está por ver el efecto positivo derivado de entrar en un templo para, en lugar de acogerse a sagrado, poner en solfa el arco de medio punto, la columnata y, sobre todo, la piedra angular, esa que, antes que los profanadores, desecharon los arquitectos.
Los detractores de la siesta tienen en Estados Unidos a un amigo que habla inglés, ahora que su prensa de prestigio denigra el horario español porque dice que aquí se duerme cuando no se debe y se cena cuando no se duerme. Los profanadores del templo, por su parte, tienen por camarada a la progresía, incapaz de condenar los continuos ataques del fascismo laico a fieles y a reverendos. Fascismo que hay que interpretar en clave bíblica: Jesús ora hoy en el Huerto mientras espera la llegada de las Femen.