Cuando san Pablo al introducir el himno de la Kénosis de Cristo (Flp 2,511) indicaba "nada por rivalidad ni por vanagloria", sabía bien lo que decía.
La experiencia en cualquier comunidad cristiana (parroquia, grupo, etc.) es que el pecado existe realmente en el corazón de los hombres y, por cualquier rendija, se cuelan la ambición, el orgullo, la arrogancia, creando envidias entre unos y otros, aspirando a estar en el sitio que ocupa el otro, encargado de las responsabilidades que el otro tiene, viciando el clima cristiano con la mirada recelosa o el comentario mordaz.
En la vida eclesial también entra el pecado (¡somos hombres!) pero este dato de experiencia no justifica una resignación ante estas ambiciones mediocres, celos y envidias, sino un purificar constantemente el corazón, una mirada limpia y una disponibilidad absoluta a Cristo para que Él nos sitúe a cada cual en el sitio que Él quiera.
Las suspicacias en la Iglesia, los comentarios caritativos que son puñales, el orgullo que hace pensar que uno merece mucho más destruyen la concordia, la unión, la caridad en la vida cristiana. Se da en todos los ámbitos de la Iglesia. Es el pretender "hacer carrera", el "subir más arriba"... y quien vive así por dentro sufre una envidia tremenda de quien, no buscando nada, brilla con luz propia o es querido o reconocido por lo demás sin buscarlo.
Benedicto XVI ha dedicado a esto algunas de sus reflexiones y palabras.
Comentando el Papa el pasaje de los discípulos que se indignan ante la petición de los Zebedeos, explica lo alejada que está la lógica del poder del verdadero poder de la humildad para la vida de la Iglesia:
Comentando el Papa el pasaje de los discípulos que se indignan ante la petición de los Zebedeos, explica lo alejada que está la lógica del poder del verdadero poder de la humildad para la vida de la Iglesia:
La petición de Santiago y Juan y la indignación de los «otros diez» Apóstoles plantea una cuestión central a la que Jesús quiere responder: ¿Quién es grande, quién es «primero» para Dios? Ante todo la mirada va al comportamiento que corren el riesgo de asumir «aquellos que son considerados los gobernantes de las naciones»: «dominar y oprimir». Jesús indica a los discípulos un modo completamente distinto: «No ha de ser así entre vosotros». Su comunidad sigue otra regla, otra lógica, otro modelo: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos». El criterio de la grandeza y del primado según Dios no es el dominio, sino el servicio; la diaconía es la ley fundamental del discípulo y de la comunidad cristiana, y nos deja entrever algo del «señorío de Dios». Y Jesús indica también el punto de referencia: el Hijo del hombre, que vino para servir; es decir, sintetiza su misión en la categoría del servicio, entendido no en sentido genérico, sino en el sentido concreto de la cruz, del don total de la vida como «rescate», como redención para muchos, y lo indica como condición para seguirlo. Es un mensaje que vale para los Apóstoles, vale para toda la Iglesia, vale sobre todo para aquellos que tienen la tarea de guiar al pueblo de Dios. No es la lógica del dominio, del poder según los criterios humanos, sino la lógica del inclinarse para lavar los pies, la lógica del servicio, la lógica de la cruz que está en la base de todo ejercicio de la autoridad. En todos los tiempos la Iglesia se ha esforzado por conformarse a esta lógica y por testimoniarla para hacer transparentar el verdadero «señorío de Dios», el del amor (Benedicto XVI, Alocución en el Consistorio público, 20-noviembre-2010).
Y las siguientes palabras del Papa, aunque referidas a los sacerdotes, se pueden ampliar muy bien a todos en la vida de la Iglesia, a cualquiera que tenga una responsabilidad o un encargo, del tipo que sea:
En el servicio de pastor hay que entrar a través de él. Jesús pone de relieve con gran claridad esta condición de fondo, afirmando: "El que sube por otro lado, ese es un ladrón y un salteador" (Jn 10, 1).
Esta palabra "sube" (anabainei) evoca la imagen de alguien que trepa al recinto para llegar, saltando, a donde legítimamente no podría llegar. "Subir": se puede ver aquí la imagen del arribismo, del intento de llegar "muy alto", de conseguir un puesto mediante la Iglesia: servirse, no servir. Es la imagen del hombre que, a través del sacerdocio, quiere llegar a ser importante, convertirse en un personaje; la imagen del que busca su propia exaltación y no el servicio humilde de Jesucristo.
Pero el único camino para subir legítimamente hacia el ministerio de pastor es la cruz. Esta es la verdadera subida, esta es la verdadera puerta. No desear llegar a ser alguien, sino, por el contrario, ser para los demás, para Cristo, y así, mediante él y con él, ser para los hombres que él busca, que él quiere conducir por el camino de la vida (Benedicto XVI, Homilía en las ordenaciones, 7-mayo-2006).
Ya sabemos entonces cómo vivir la dimensión comunitaria de la Iglesia, de la parroquia, de cualquier comunidad: sin recelos, suspicacias, envidias, rivalidades, críticas, sospechando de todo y de todos; sino con la lógica de Cristo y el servicio de la Cruz.