Desde el bautismo, cada uno de nosotros, como don precioso participado de Cristo, somos profetas. ¿De visiones, sueños, catástrofes? ¿O de los profetas disidentes que generan una Iglesia "nueva", a su gusto, copiando los modelos sociales? Más bien, profetas como Cristo, voceros de Él, que tienen una Palabra que pronunciar al mundo, anunciando y dando testimonio. El profetismo que nace del ser bautizado recibe un hermoso nombre: apostolado.
 
El cristiano es un apóstol, un enviado: siempre, en todo lugar, sin condiciones. El apostolado dimana del Bautismo y así ninguno estamos exentos de él, aunque las modalidades del apostolado dependerán de la vocación particular: distinto el apostolado de un sacerdote, el de un misionero, el de un padre o madre de familia, el de un catequista, el de una religiosa en un Colegio, el de un contemplativo en la soledad monástica, etc. Pero, en común, un mismo rasgo: el apostolado.
 
Un solo texto, de la Constitución Dogmática Lumen Gentium, abre el horizonte:
 
El apostolado de los laicos es participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, apostolado al que todos están destinados por el Señor mismo en virtud del bautismo y de la confirmación. Y los sacramentos, especialmente la sagrada Eucaristía, comunican y alimentan aquel amor hacia Dios y hacia los hombres que es el alma de todo apostolado. Los laicos están especialmente llamados a hacer presente y operante a la Iglesia en aquellos lugares y circunstancias en que sólo puede llegar a ser sal de la tierra a través de ellos. Así, todo laico, en virtud de los dones que le han sido otorgados, se convierte en testigo y simultáneamente en vivo instrumento de la misión de la misma Iglesia en la medida del don de Cristo (Ef 4,7).
Además de este apostolado, que incumbe absolutamente a todos los cristianos, los laicos también puede ser llamados de diversos modos a una colaboración más inmediata con el apostolado de la Jerarquía, al igual que aquellos hombres y mujeres que ayudaban al apóstol Pablo en la evangelización, trabajando mucho en el Señor (cf. Flp 4,3; Rm 16,3ss). Por lo demás, poseen aptitud de ser asumidos por la Jerarquía para ciertos cargos eclesiásticos, que habrán de desempeñar con una finalidad espiritual.
Así, pues, incumbe a todos los laicos la preclara empresa de colaborar para que el divino designio de salvación alcance más y más a todos los hombres de todos los tiempos y en todas las partes de la tierra. De consiguiente, ábraseles por doquier el camino para que, conforme a sus posibilidades y según las necesidades de los tiempos, también ellos participen celosamente en la obra salvífica de la Iglesia (LG 33).
 

Un cristiano que no es apostólico en su ambiente, en su lugar de trabajo, familia, amigos, ocio, estará echando a perder la gracia bautismal. Ésta es un impulso a dar testimonio, a ser apóstol en medio del mundo. Dinámicos, valientes, entregados, arriesgados y orantes: así ha de ser un apóstol que, siempre en nombre del Señor, no hace apostolado para sí sino para conducir a Cristo Jesús.
 
Recordemos un pasaje paradigmático en Jn 1; Andrés y Juan han pasado el resto del día con el Señor. El corazón se les ensanchaba descubriendo en Jesús la respuesta a sus deseos, a lo mejor de su propia humanidad. Felices, han conversado con Él, y de un impacto primero, y una simpatía natural, han pasado a reconocer en Jesús a Aquel que estaba prometido, el Mesías-Salvador. Entonces Andrés, lleno de Dios, se acerca a su hermano y le dice: "Hemos encontrado al Mesías -que significa Cristo. Y lo llevó a Jesús" (Jn 1, 41-42). 
 
¡Ese es el apostolado!: llevar a Jesús. El apóstol ni se detiene en sí mismo ni retiene a los otros en su propia persona. Simplemente, lleva a Jesús.
 
Con este panorama comenzaremos en el blog, muy poco a poco, en distintos artículos-catequesis a ver el apostolado, su naturaleza, sus tentaciones constantes.