SOBRE EL MONTE DE LA TRANSFIGURACIÓN
(1935.08.09)
El sistema orográfico de la Palestina occidental se desenvuelve uniforme y gradualmente, sin saltos ni quebradas que ensanchen o ahonden el terreno en profundas depresiones, ni tampoco lo levanten a descomunales alturas. La cadena de montañas que cierra ríos y valles en esta porción de Israel, enlaza los gigantescos anillos en cabal eslabonamiento. Acaso lo más excepcional y extraño por situación y estructura, en la orografía palestiniana, es el monte Tabor, que nace y se desarrolla solitario, sin relación visible con ninguno, en medio de la gran llanura de Esdrelon.
Los árabes lo llaman Giabal el Tur, montaña por excelencia, monte santo, como el Garicín y el Sinaí. Se eleva a los cielos, a semejanza de un altar que el criador se hubiere erigido a sí mismo, en frase de Guerin. Sobre una base de 1.200 metros de longitud la imponente mole rebasa de un golpe el nivel del Mediterráneo en más de 600 metros.
Apenas se remonta el primer peldaño de la estimación donde se asienta el miserable pueblecillo de Daburiyeh, el sendero que se abre en la corteza del titán de piedra, avanza trabajoso cuesta arriba, ganando elevación por flancos y escarpas entre violentas retorceduras y continuado zigzag. Jadea dolorosamente el motor, obligado a excesivo rendimiento y al rápido virar de cada curva, hierve el agua en peligroso borboteo y el conductor musulmán se encomienda a Alá y a su profeta.
¿Por qué caminos subirían hasta la cima del Tabor las tropas de Ramsés II en tiempo de la dominación egipcia; los carros de combate de Débora en la guerra contra los cananeos de Sisara; las legiones de Josefo, que en la época romana allí construyeron alta y extensa muralla para defenderse de las frecuentes incursiones de los judíos rebeldes al señorío imperial? ¿Cómo podían maniobrar y movilizarse sin más espacio que el harto reducido de una trocha los grandes ejércitos de Tancredo, y Saladino en el periodo de cruzados y turcos y, últimamente, a fines ya del siglo XVIII, los soldados de Kleber y Bonaparte, que también aquí guerrearon, para desplazar a la media luna de sitio tan estratégico?
Una tradición antiquísima señala la existencia en los primeros siglos del cristianismo de una escalera monumental con 4.740 gradas para la subida de los peregrinos, y junto a la escalinata, una espaciosa rampa combinada en tramos para facilitar el transporte rodado. Quizá son resto y vestigio en estas construcciones las piedras labradas, que lloran su ruina en la espesura medio selvática de algarrobos, terebintos y lentiscos que en lozanía de pujante fronda cubren el suelo.
No afirman expresamente los evangelistas que el hecho prodigioso de la transfiguración, amorosa fineza de Dios Padre, argumento de la divinidad del Hijo, se realizará en el Tabor; refiriéndose tan solo san Mateo y san Marcos a un “monte ato”. Algunos escritores modernos, Giovanin Papini entre ellos, en el capítulo “Sol y nieve”, de su libro Historia de Cristo, sitúa el admirable episodio en la cumbre del Gran Hermon. Pero la opinión más general y autorizada con el valiosísimo testimonio de san Pedro, localiza el suceso en el Tabor, al que taxativamente alude el príncipe de los apóstoles en su segunda epístola, cuando dice: “Nosotros oímos también esta voz venida del cielo y vimos su gloria estando con Él en el monte santo del Tabor”.
Las Iglesias latina y griega coinciden en esta creencia, y así, para vindicación y fomento del culto a este misterio, al lado de la basílica romana se alza el santuario de los ortodoxos. La defienden igualmente el evangelio apócrifo, compuesto a fines del siglo I, los apologistas a contar de Orígenes, los historiadores desde Eusebio de Cesarea y los santos, empezaron por san Cirilo de Jerusalén. Una decisión conciliar en el Sínodo de Constantinopla, celebrado en el año 553, resuelve erigir un obispado en el Tabor. Tan considerable valor como estas pruebas, que armonizan el documento y la tradición, tienen las piedras que hablan el lenguaje de la arquitectura y de la historia, correspondiente a la época primitiva del cristianismo.
No bien atraviesa el viajero el arco de entrada al antiguo recinto conventual de los monjes benedictinos, allí instalados a principios del siglo XII, por acuerdo de los cruzados, salen al paso indicios y señales de construcciones eclesiásticas que, según los arqueólogos, ostentan caracteres propios de los primeros tiempos cristianos. ¿Serán, por ventura, se pregunta Melchor de Vogué, ruinas del templo levantado a expensas de santa Elena?
Otras dos capillas hubo dedicadas a Moisés y Elías, de los que probablemente son vestigio los sillares con figuras simbólicas adornados, las columnas, fustes y capiteles que, cuidadosamente recogidos por los padres franciscanos, formarán parte del interesante museo arqueológico que están organizando.
Montón informe de escombros era la basílica, de tres naves, construida en el siglo IV y reformada más tarde en la Edad Media por los benedictinos. Por fortuna, las excavaciones que en el siglo XVII comenzaron los “frailes de la cuerda” poco después de adquirido el monte, propiedad hasta entonces del emir de los drusos y Galilea, Fakher-el-Din, dieron un resultado felicísimo y sorprendente a la vez. La cripta, el mosaico del atrio y una buena porción del pavimento, de mosaico también, estaban intactos. En las capillas de Elías y Moisés sería más costosa que difícil la restauración.
¡Manos a la obra al punto, sin reparar en trabajos ni sacrificios! A la faena de excavación y limpieza en el siglo XVIII y XIX, sucedió la tarea constructiva. En 1919 bendecía la primera piedra el cardenal Giustini. Era el año genuinamente franciscano, por conmemorar la fecha siete veces centenaria de la venida del santo a tierras de Jesús. Contribuyó con largueza el catolicismo norteamericano, un afamado arquitecto, Antonio Barluzzi, planeaba y dirigía la obra que poco después erguíase magnífica de forma artística y contenido religioso articulando en bello enlace elementos arqueológicos de tipo romano, motivos de ornamentación al estilo oriental y líneas en la fachada de gusto clásico.
Cuando el peregrino contempla la escena de la Transfiguración, graciosamente reproducida sobre el frontón del ábside, y luego extiende la vista, desde el miradero conventual a lo largo del panorama los montes del Hermon, del Carmelo, del Líbano y de Celboe, Nazaret y Tiberíades, las llanuras de Esdrelon, evocación de la Biblia en sus más conmovedoras páginas, viénese de pronto a la memoria aquella ingenua palabra de san Pedro: “¡Qué bien estamos aquí!”; pero también recuerda que la transfiguración fue para Jesucristo preliminar de la cruz del calvario y para su apóstol presagio de la cruz en Roma.
JOSÉ POLO BENITO