¡Cuánto entiendo ahora a santo Tomás de Aquino cuando, tras una visión, dijo que todo lo que había escrito era paja!
Llega el hijo, roto, tambaleante, apenas se sostiene en pie. Gimotea palabras incomprensibles. Alza el padre al hijo sobre sus hombros, lo acuesta. Le acaricia la frente y le seca el sudor frío.
-¿Por… qué…? –balbucea el hijo entre vómitos.
Volver a acariciarle. Decirle que no se esfuerce.
-No me lo merezco… -insiste el hijo; los ojos abiertos como platos rojos.
Un puñetazo en la pared. La maldita desesperación.
-Tranquilo, hijo…
-No me lo merezco…
El abrazo entre lágrimas. Se hubieran mezclado las lágrimas. Pero el padre contiene el llanto.
-¿Por qué eres… tan bueno… conmigo? –el hijo rompe a llorar como un niño pequeño.
Recostarle, taparle con suavidad, acariciar la mejilla sudorosa, sucia, fría.
El padre quisiera que el hijo no dijese nada. Que se dejase abrazar siempre, estrechamente. Que no pensara jamás, nunca, que no se merece todo el amor del que es capaz y todo el amor del que no es capaz, todo el amor de un padre por su hijo.
El padre quisiera decirle que sobran las palabras y que sobran las culpas y los reproches y los perdones.
-Perdón… padre.
No hace falta: estás perdonado desde que te vi, roto y tambaleante, ante el umbral de la puerta. Estás perdonado sin que pidas perdón porque tu arrepentimiento no merece el perdón –eso es muy poco-, merece todo el amor y todos los abrazos y todas las lágrimas.
Sufre el hijo. Los ojos en blanco ahora. Gime, solloza, aprieta la mano del padre. Y éste se muerde los labios y siente el alma en carne viva y quiere dar la vida por él. Sólo para que no sufra, para que no se rompa nunca más. Maldice, al cabo, a aquel cuya risa es siempre el epílogo de todo pecado.
-No se maldice a nadie, muchacho. También es mi criatura.
-Lo sé, Señor. Pero el que está en la cama es mi hijo.
-Y el que agoniza en la Cruz es mi Hijo, Paco. Sé que lo entiendes. Lloremos juntos…