“Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.” (Mt 5, 14)
No todos estamos llamados a ser mensajeros del amor de Dios por medio de la predicación de la palabra, quizá porque no somos grandes oradores o porque esa no es nuestra vocación. Pero todos estamos llamados a predicar ese amor de Dios por medio de nuestra vida, de nuestras buenas obras. Para ello no es necesario hacer grandes cosas; basta con intentar cumplir bien nuestro deber, que en la mayor parte de los casos será llevar a cabo actos pequeños, insignificantes y rutinarios. De esta forma, nuestro testimonio será luz para el prójimo, aun cuando éste no nos lo diga.
Especialmente importante serán los momentos de dificultad, de sufrimiento. Entonces es cuando más se fijan en nosotros. ¿Cómo reaccionará este cristiano cuando le han ofendido? ¿Qué hará cuando tiene una enfermedad o cuando ha perdido a un ser querido? ¿Cómo vencerá las tentaciones de la carne, o las de la corrupción?. Nos observan siempre, sobre todo cuando hay problemas. Demos, especialmente en esos momentos, un testimonio que sirva para convencer a los demás de que ser cristiano merece la pena, de que ser cristiano no es lo mismo que no serlo, de que ser cristiano introduce cambios en la vida del hombre, cambios que le mejoran y le hacen más feliz.
Por último, también tenemos que ser luz para aquellos que no quieren ver porque están más cómodos en la oscuridad de su pecado. No se trata de llevarles a la fuerza a la verdad, a la bondad. Más bien se trata de defender la verdad, con amor pero con valentía. En una época oscura como la nuestra, esto resulta especialmente urgente y es una gran obra de caridad, aunque no lo entiendan.
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