Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo (Mateo 5, 13-14)
Al cabo de un rato, aquel joven me dice: ‘Oye, ¿te puedo decir una cosa?’. ‘Claro’, le contesté, sin saber muy bien por dónde iba a salir. ‘Eso de santos sin Dios es imposible’, me dijo. Entonces, intenté explicarle que el autor se refería a los no creyentes, pero antes de acabar de hablar, añadió: ‘Yo soy creyente. Bueno, soy católico, apostólico y romano’. Y, ni corto ni perezoso, comenzó a evangelizarme.
Cuando ya llegábamos a nuestras paradas, le dije: ‘Estoy de acuerdo en lo que me dices. Soy sacerdote’. Su sorpresa fue mayúscula. Entonces me cuenta que, cuando me vio leyendo el libro, pensó que yo era un agnóstico, que estaba perdido, y pensó: ‘voy a decirle algo, aunque me parta la cara’. Al despedirnos me dijo que era del Camino Neocatecumenal.
Reconozco que aquel chaval me impresionó. Posiblemente no todos van a hacer lo que él hizo, quizás en algunos momentos no sea prudente, pero también es cierto que a veces, con más frecuencia de la que debiéramos, somos “excesivamente prudentes” o poco audaces a la hora de hablar de Cristo.
Aquel chaval me emocionó e hizo que me interrogara. Si de verdad nos creyéramos aquellos de ser sal y luz del mundo, otro gallo nos cantaría. Si no nos dejáramos llevar, tantas veces, por los respetos humanos, por el qué dirán, qué pensaran… Es cierto que la verdad no se impone, se propone, pero hay que proponerla. Ocasiones hay muchas. En cualquier momento, en cualquier lugar.
Durante estas últimas semanas estamos asistiendo a hecho que abochornarían a cualquiera. Los ataques mediáticos contra D. Fernando Sebastián por unas declaraciones que han malinterpretado y manipulado. Las manifestaciones violentas a favor del aborto de las Femen ante el cardenal Rouco. Es decir, hay quien se empeña en hacer el mal y mostrarlo públicamente, entonces ¿por qué los católicos no vamos a anunciar, con respeto, por supuesto, pero también con audacia, a Aquel que da razón de nuestra vida?
Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo. Repito aquí para toda la Iglesia lo que muchas veces he dicho a los sacerdotes y laicos de Buenos Aires: prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida. Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37)[1].
[1] Francisco, Evangelii gaudium 49.