Detrás de una clase común y corriente, está el desvelo del profesor que la preparó, la creatividad del alumno que trajo la tarea, el esfuerzo de los papás que hicieron hasta lo imposible para inscribir a sus hijos, la claridad con la que la maestra explicó las primeras reglas del álgebra, etcétera. En otras palabras, el paradigma de la educación es inherente a la lucha del ser humano contra la mediocridad, esa actitud indiferente que ahoga las habilidades y talentos de los estudiantes. Quienes tenemos la suerte de enseñar y –por azares de la vida- nos toca hacerlo en la clase de las 7AM, sabemos que despertarse tan temprano y levantar el interés del salón parece un duelo de titanes; sin embargo, vale la pena porque todo lo que hagamos por ellos tendrá un impacto que pasará de generación en generación. Quizá, de entre nuestros alumnos, surja el próximo gobernador o la siguiente ganadora de un Nobel. Suena fantasioso, difícil de creer, pero la historia nos enseña que lo imposible puede llegar a sorprendernos más adelante con una buena dosis de realidad. Como profesores, tenemos que estar al día; es decir, a la vanguardia, pero sin que esto se convierta en un pretexto para dejar de conjugar la exigencia con la prudencia, pues -a veces- por sentirnos tan modernos, terminamos echando a perder todo el proceso de aprendizaje. No busquemos ser de los maestros populares, aquellos que se venden, sino hombres y mujeres interesados en sacar lo mejor de cada estudiante. Termino con una frase que me gusta decir en mis clases y/o talleres: “yo soy de los maestros que se aprecian a largo plazo; es decir, cuando comprueban que lo que les exigí siempre tuvo sentido como un bien para sus vidas”.
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