La primera es de un joven llamado Silas. Tenía 29 años, y era de Wutung, una de las villas que atendemos. No iba nunca a misa, quién sabe hace cuánto no se confesaba, vivía en concubinato y su vida no era precisamente para incluirla en la “Leyenda dorada”. Sencillamente recibió un golpe en la nuca, y el golpe fue fatal: cayó al piso totalmente inconsciente. Lo llevaron al hospital, donde estuvo unos días, hasta que por fin recibió todos los sacramentos y murió en paz con Dios. De este joven quiero contar sus últimos momentos: mientras estaba en el hospital, por esas cosas de la vida, también fue internado el hombre que le pegó, y no solamente fue internado en ese mismo pabellón, sino que fue internado en la cama de al lado. El miércoles pasado, antes de la misa, me contó su hermana que cuando trajeron al agresor y lo pusieron en la cama de al lado, Silas sencillamente se volteó con gran esfuerzo, y lo miró, sin decirle nada. Después volvió a voltearse, y le dijo a su madre: “Ese es el hombre que me pegó. Yo ya lo perdoné, como Cristo nos enseñó, y no quiero que ustedes le hagan nada. Perdónenlo ustedes también. Ya está. Es más, quiero que de la comida que me trajiste, separes la mitad y se la des a él”. Así murió, perdonando a su enemigo, reconciliado con Dios y robando el cielo. En la homilía de su funeral hablé sobre eso: Silas -que no vivía para nada bien, porque tampoco es cuestión de hablar siempre bien de los muertos durante los funerales- robó el cielo como el buen ladrón: a último momento. Y no sólo recibiendo los sacramentos, sino sobre todo perdonando a quien lo había asesinado.
La segunda: en año nuevo hubo una gran discusión y pelea en Waromo, otra de las villas que atendemos. Durante la discusión, un hombre enojado sacó su machete y golpeó a un joven. Este joven me contó en el hospital que, en un momento durante la discusión, se dio vuelta y se encontró con que el machete estaba bajando a gran velocidad y apuntaba a su cabeza. Tuvo buenos reflejos, así que trató de parar el golpe con su brazo. Chau brazo. Lo cortó como quien corta una hoja de un árbol. Después de confesarlo y darle la comunión, comencé a hablarle de la necesidad de perdonar y de rezar por los enemigos, pero no fue necesario, porque me interrumpió y me dijo: “Padre, no se preocupe. Ya lo perdoné. Y lo mismo le dije a mi familia, les prohibí que se vengaran. Cuando salga del hospital y vuelva a la villa, haré como si nada hubiera pasado”.
Podría agregar que después de verlo a él, en la cama de al lado había una nenita de unos 2 años que luchaba por sobrevivir, así que me acerqué a hablar con sus padres. No estaba bautizada, así que le pedí a una enfermera un vaso de agua y la bauticé. Murió apenas salí del hospital, a menos de cinco minutos de haber sido bautizada. Pero no era mi intención hablar de este tercer caso, aunque tampoco quiero dejarlo pasar por alto.
Acá me detengo. Ninguno de estos dos jóvenes eran de misa dominical ni mucho menos de confesión frecuente. Pero evidentemente alguna vez habrán escuchado algún sermón sobre el amor a los enemigos, y ese sermón no cayó en la nada. Estas historias nos invitan a todos a seguir este ejemplo. Y a los sacerdotes, a no desanimarnos en nuestras predicaciones.
Institute of the Incarnate Word
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