Hoy, si me lo permiten, les voy a contar una historia que a algunos de Vds. puede parecer banal en exceso, y hasta sin moraleja alguna; y a algunos otros puede que les parezca hasta enjundiosa y moralista.
Es algo que me ha ocurrido a mí mismo y tiene que ver con el zumo de naranja con el que me desayuno todas las mañanas desde hace ya varios decenios.
Al hacerlo, -aquéllos de Vds. que se hagan zumos lo saben bien-, junto al delicioso zumo exprimido de insultante color naranja –que de ahí el nombre del color, qué duda cabe- y dulcísimo y refrescantísimo sabor, se produce un pequeño residuo con las fibras del gajo que el exprimidor no es capaz de triturar adecuadamente y que se queda en el colador que lleva incorporado. A mí personalmente, me da mucha pena tirarlo, pero por otro lado, no es de mi gusto y no me lo como, así que lo hago es separarlo celosamente y disponerlo con todo cuidado en un platito para ofrecerlo a cualquier persona a la que, a mi parecer, pueda interesar su ingesta.
Pues bien, a cuenta del susodicho residuo, que no me atrevo a llamar desperdicio, y del ofrecimiento que de él hago a las personas que me rodean, he podido observar varias reacciones, entre las cuales quiero relatarles dos, concretamente dos, por ser no sólo muy diferentes, sino exactamente contradictorias.
Una persona a la que se lo ofrecí me dijo: “¡Ah, muy bonito, tú te tomas el zumo, el grano, y para mí los restos, la paja! ¿eh? Así hago yo también caridad, a lo mejor, hasta quieres que te lo pague”.
La otra en cambio me dijo: “¡Qué bonito Luis, y que bien presentado! ¡Cuánto te agradezco que te acordaras de mí y me lo guardaras, en vez de tirarlo a la basura!”
Esto es lo que hay, no mucho más, queridos amigos. A los que de Vds. esperaran una fábula de Samaniego, lamento haberles defraudado. A los demás, una pregunta si me lo permiten Vds.: ¿a cuál de las dos se habría parecido más su reacción?
Por mi parte, sólo una cosa más para terminar: coman naranjas, en zumo, en gajos, en rodajas, o en fibra. Con miel, queso de oveja y nueces, deliciosas. Mi padre las cortaba en rodajas y se las comía con aceite de oliva... ¡para chuparse los dedos!
©L.A.
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