Estas Navidades he aprovechado para leer un libro que me regalado un amigo, compañero ahora de departamento, paleóntologo de reconocido prestigio, con muy larga experiencia en las excavaciones de Atapuerca. El libro, que recomiendo a todos mis lectores, se llama "El primate que quería volar", y aporta una visión panorámica, muy bien documentada sobre el apasionante mundo de descifrar nuestro origen como especie. Sin caer en el tedio que a veces acompaña nuestras publicaciones académicas, Ignacio Martínez de Mendizabal comenta los grandes hitos de los descubrimientos fósiles, particularmente de los últimos treinta años, dedicando un capítulo de especial interés a los extraordinarios hallazgos de Atapuerca.
Una de las cosa que me sorprendido de ese libro es que las teorías actuales sobre la evolución humana no considera unicamente el factor biofísico para explicar los desarrollos, esto es los que proceden de la combinación aleatoria de genes de los que surgen combinaciones más afortunadas para sobrevivir, sino también tienen en cuenta los procesos de evolución cultural. No sé lo suficiente de Darwin para afirmar que el ilustre científico británico negara esta opción, pero desde luego no es la que comúnmente se presenta al presentar la trayectoria evolutiva de nuestra especie, desde los primates más elementales hasta el género Homo. En el libro de Martínez Mendizabal me ha sorprendido ver cómo los paleóntolos se plantean las enormes ventajas que dan a nuestros antepasados la adopción de hábitos sociales que favorecen a la especie, sin ser provocados por combinaciones biológicas, sino por otras motivaciones que me parece no encajan muy bien en la teoría de la combinación aleatoria.
Uno de los ejemplos que pone Ignacio es la adopción de la monogamia. Los primates, como los actuales simios y la mayor parte de los animales, no tenían parejas estables, lo que afectaba a la tasa de reproducción, ya que una hembra no podía tener descendencia cuando parte fundamental de su ocupación era conseguir comida para su cria. Eso menguaba el crecimiento de las poblaciones. Argumenta Martínez Mendizabal que liberar a la madre de esa tarea permitió aumentar la frecuencia de la prole y que fuera más numerosa, garantizando la mayor pervivencia. Para que un macho alimentara a una hembra y su retoño era necesario que tuviera claro que era suyo, lo que requería la monogamia. En suma, uno con una y para toda la vida no es sólo un mandato bíblico, ni una manía de los obispos católicos, sino una pieza clave de la evolución humana.
Igual vale la pena reflexionar sobre este asunto ante el tremendo aumento de las disoluciones matrimoniales. Parece que la monogamia resulta ahora poco menos que insufrible, pero a la vista estan los impactos sociales que eso genera, en los cónyuges en primer lugar, en sus hijos, en segundo, en la sociedad en su conjunto. En este terreno, quizá como en otros, parece que no tendemos a la evolución humana, sino más bien a su contrario.
Una de las cosa que me sorprendido de ese libro es que las teorías actuales sobre la evolución humana no considera unicamente el factor biofísico para explicar los desarrollos, esto es los que proceden de la combinación aleatoria de genes de los que surgen combinaciones más afortunadas para sobrevivir, sino también tienen en cuenta los procesos de evolución cultural. No sé lo suficiente de Darwin para afirmar que el ilustre científico británico negara esta opción, pero desde luego no es la que comúnmente se presenta al presentar la trayectoria evolutiva de nuestra especie, desde los primates más elementales hasta el género Homo. En el libro de Martínez Mendizabal me ha sorprendido ver cómo los paleóntolos se plantean las enormes ventajas que dan a nuestros antepasados la adopción de hábitos sociales que favorecen a la especie, sin ser provocados por combinaciones biológicas, sino por otras motivaciones que me parece no encajan muy bien en la teoría de la combinación aleatoria.
Uno de los ejemplos que pone Ignacio es la adopción de la monogamia. Los primates, como los actuales simios y la mayor parte de los animales, no tenían parejas estables, lo que afectaba a la tasa de reproducción, ya que una hembra no podía tener descendencia cuando parte fundamental de su ocupación era conseguir comida para su cria. Eso menguaba el crecimiento de las poblaciones. Argumenta Martínez Mendizabal que liberar a la madre de esa tarea permitió aumentar la frecuencia de la prole y que fuera más numerosa, garantizando la mayor pervivencia. Para que un macho alimentara a una hembra y su retoño era necesario que tuviera claro que era suyo, lo que requería la monogamia. En suma, uno con una y para toda la vida no es sólo un mandato bíblico, ni una manía de los obispos católicos, sino una pieza clave de la evolución humana.
Igual vale la pena reflexionar sobre este asunto ante el tremendo aumento de las disoluciones matrimoniales. Parece que la monogamia resulta ahora poco menos que insufrible, pero a la vista estan los impactos sociales que eso genera, en los cónyuges en primer lugar, en sus hijos, en segundo, en la sociedad en su conjunto. En este terreno, quizá como en otros, parece que no tendemos a la evolución humana, sino más bien a su contrario.