Uno de los episodios más bellos de todo el
Evangelio, por aunar en unas pocas líneas un magnífico testimonio de ternura, de astucia, de riesgo y de generosidad.
Ternura, la que un hombre de buena madera puede sentir por una persona que pasa por un trance difícil, tanto más si esa persona es encima una mujer.
Astucia, la que demuestra ese hombre al dejar con apenas unas pocas palabras absolutamente desarmados a todos los anónimos componentes de una turba amorfa compuesta probablemente de varias decenas de personas que se disponen a la aplicación sumaria de lo que muchos siglos después se llamará la
Ley de Lynch, el linchamiento.
Temeridad, porque en el contexto del episodio, el desenlace más probable no se antoja el que efectivamente se produjo, es decir, que la turba hubiera desistido de lapidar a la mujer, sino el que a la lapidación de la mujer se hubiera añadido la paliza y linchamiento de quien no sólo se interponía entre ellos y la pecadora, sino que se atrevía a cuestionar la sagrada
Torah.
Y generosidad, por el perdón que con toda la autoridad que le da el haberle salvado la vida arriesgando la propia, otorga
Jesús a la pecadora una vez que todo ha terminado.
A pesar de lo llamativo del episodio, debemos su relato al cuarto de los evangelistas y sólo a él, que lo hace en estos términos:
“De madrugada se presentó otra vez en el Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y se puso a enseñarles. Los escribas y fariseos le llevan una mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?» Esto lo decían para tentarle, para tener de qué acusarle. Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra. Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra.» E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra [
pasaje por cierto que nos sirvió en su día para argumentar que Jesús sabía escribir. Pinche aquí si desea profundizar en el tema]
. Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio. Incorporándose Jesús le dijo: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?». Ella respondió: «Nadie, Señor.» Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más.» (Jn. 8, 211).
Desde el punto de vista exegético, la autenticidad del pasaje, un tema por el que ya nos hemos interesado al analizar otros pasajes (
pinche aquí para conocer otro caso interesante), es de las más discutidas de todo el Evangelio. Aunque autores como
San Agustín o
San Ambrosio, y entre los protestantes
Zuinglio, Calvino o
Melancthon, se expresan a favor de la misma, otros como
Beza, Grocio, Baxter o
Hammond la niegan. El argumento es que no aparece en los manuscritos más antiguos ni es comentada por los primeros Padres. La
Biblia de Jerusalén en nota a pie de página realiza este curioso comentario:
“Esta perícopa omitida por los testigos más antiguos (manuscritos, versiones y Padres) y desplazada por otros, con estilo de colorido sinóptico, no puede ser del mismo San Juan. Pudiera atribuirse a San Lucas”.
Por explicar el extraño camino que ha de recorrer un pasaje que, escrito por
Lucas, acabe en el
Evangelio de Juan.
Todo lo cual no obsta para que como la misma nota a pie de página afirma,
“su canonicidad, su carácter inspirado y su valor histórico, están fuera de discusión”. Y es que al fin y a la postre, aparece en la versión
Vulgata, como sabemos, versión canónica de la
Biblia.
Y una última cuestión: ¿quién es la adúltera? El
Evangelio no lo dice, es una mujer anónima cuyo nombre no nos da, que no parece guardar relación con ninguna otra que aparezca antes o después en el Evangelio, en la que no se ha detenido ni la Iglesia para canonizarla o dedicarle una fecha en el santoral, ni siquiera la variopinta y simpática literatura apócrifa escrita de los primeros siglos de la vida de la iglesia, ora para atribuirle un escrito, ora como protagonista de los muchos representantes del género.
©L.A.
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