Mientras muchos educadores se sienten desilusionados, casi a punto de tirar por la borda tantos siglos de escuelas católicas, aparece Jorge Mario Bergoglio; es decir, el Papa Francisco, para alentarlos y relanzar creativamente la presencia de la Iglesia en los diferentes grados y centros educativos. Lo ha hecho desde el primer momento de su pontificado. Por ejemplo, en la audiencia que tuvo con un nutrido grupo de estudiantes y ex alumnos(as) de los colegios jesuitas de Italia que se llevó a cabo el 7 de mayo de 2013 en el aula Pablo VI. De hecho, en el marco de la exhortación apostólica “Evangelii Gaudium” (65), reconoció el trabajo que llevan a cabo muchas escuelas y universidades católicas a lo largo del mundo. En medio de una Iglesia que necesita nuevos hombres y mujeres dispuestos a jugársela por la educación de los(as) niños(as), adolescentes y jóvenes, resulta alentador saber que el Papa lo tiene en cuenta y que no duda en revindicar la identidad católica de tantos centros universitarios que la han ido perdiendo en el camino. En la reunión que tuvo el pasado 30 de enero de 2014, con el consejo directivo de la universidad Notre Dame de Estados Unidos, señaló que “es esencial un testimonio decidido en las universidades católicas de la enseñanza moral de la Iglesia y de la defensa de sostenerlas, en cuanto están proclamadas con la autoridad del magisterio de los Pastores, precisamente en las instituciones formativas de la Iglesia y a través de ellas. Espero -ha concluido- que la Universidad Notre Dame siga ofreciendo su indispensable e inequívoco testimonio de este aspecto fundamental de su identidad católica, sobre todo frente a los intentos, vengan de donde vengan, de diluirla”. De una manera firme y, al mismo tiempo, diplomática, constructiva, ha sabido poner el "dedo en la llaga", recuperando un campo apostólico que ha sufrido el abandono de muchos religiosos, religiosas y laicos por varios años. Es hora de volver a las aulas, apostando por la calidad académica y formativa desde una identidad clara y abierta al evangelio, ya que resulta imposible imaginarse, por ejemplo, a San Ignacio de Loyola fundando una universidad opuesta al sentir eclesial.
Bergoglio, al ser ex alumno de los salesianos de Buenos Aires, sabe que una buena escuela católica puede cambiarles la vida a los estudiantes si se lleva a cabo un trabajo equilibrado, verdaderamente pedagógico y, por ende, desconectado de los extremos ideológicos que terminan por destruir cualquier intento de formar a las nuevas generaciones. Las escuelas de inspiración cristiana, tienen que recuperar el trinomio “fe, cultura y talento”. En otras palabras, demostrar que el evangelio es una propuesta razonable, atractiva y, sobre todo, capaz de vivirse en cada etapa de la vida. Fomentar actividades que despierten tantas habilidades y talentos que resultan desconocidos para los propios alumnos, es una tarea irrenunciable. Entonces, solo entonces, la escuela católica habrá logrado dar un aporte concreto a la cultura de cada época, a ese conjunto de sociedades que requieren una nueva generación de hombres y mujeres de verdad; es decir, preparados y dispuestos a practicar los valores cristianos sin complejos de inferioridad. Las palabras del Papa Francisco nos alientan a quienes trabajamos en el contexto escolar. Vale la pena esforzarse por ser agentes de cambio. Ahora bien, para conseguir esto, hay que evitar caer en el otro extremo, menospreciando las materias o asignaturas que no sean del departamento de pastoral. Algunas universidades han confiado prácticamente todo el plan general de desarrollo académico a un puñado de catequistas, quienes –aún con buenas intenciones- han terminado por dinamitarlas desde dentro, pues carecen de preparación en el área. Hay que entender que la identidad católica de una institución no significa que todo su personal venga de pastoral. Existen otras áreas del organigrama que involucrar y, desde ahí, evitar confundir “peras con manzanas”. Todos, desde nuestro lugar en el colegio, tenemos mucho que hacer, sabiendo apostar por el mañana.