Parece una tontería, pero un planteamiento así cambia mucho las cosas. Si realmente estamos llamados a servir es posible que algunas actitudes (conscientes o no) como el deseo de "influir", de que "cuenten con nosotros", de "tener una voz que se oiga", de continuar, en definitiva, ejerciendo cualquier tipo de control o prerrogativa sobre la sociedad, deban ser revisadas muy profundamente. Es mi modesta opinión, pero no acabo de entender del todo la presencia de cristianos públicos, especialmente si pertenecen a la Jerarquía, en medio de los poderosos de este mundo: en ceremonias, recepciones, desfiles o banquetes. Si se me permite un símil deportivo, es preciso entender que no jugamos en la misma liga. Tenemos poco que ver con ellos, y también tenemos poco que ganar si nos empeñamos en formar parte de unas élites sociales cada vez más aisladas (es un fenómeno mundial) de la gente a la que supuestamente representan. Puedo decir lo mismo de las cosas materiales: esos coches de lujo, esos objetos personales, tan caros, o esas "ropas pomposas", aunque sean eclesiásticas, que mencionaba el recordado cardenal Martini. Me maravilla el daño que puede causar un simple "rolex" en la muñeca de quien representa a Cristo.
En una entrevista reciente a un popular semanario español Joaquín Navarro Valls, explicaba los cambio introducidos por el Papa Francisco señalando que simplemente, con él, la Iglesia estaba dejando de "expresarse barrocamente" ante la sociedad... El argumento me hace sonreir un poco, pero, sea como sea, está claro que es un paso en la dirección correcta. No podemos pedir ser comprendidos, y mucho menos aún apreciados, cuando nos presentamos ante el mundo (y los media) con ceremoniales complejos y extraños a toda sensibilidad actual, y que no son percibidos por nuestros contemporáneos sino en términos de fasto y poder...
La alternativa es sencilla y podríamos resumirla en tan sólo tres términos: calidad, empatía y eficacia. Es obvio que cada una de estas premisas daría de sí como para ser desarrollada en un artículo completo, pero ahora nos basta con señalarlas.
La calidad lo supone casi todo, pese a que en la Iglesia, tradicionalmente, hemos preferido la cantidad. Calidad implica cristianos maduros, vidas entregadas y trabajo eficiente. Es muy probable que esto conlleve sacrificar números, pero, a la larga (como cualquier empresa de servicios secular sabe de sobra), es el único camino hacia el éxito. La eficacia es un componente esencial de la calidad, y para ser eficaz se requiere una buena dosis de pragmatismo. Queremos resultados diferentes, pero repetimos siempre lo mismo. Un sencillo ejemplo: ¿cuántos planes pastorales se revisan seriamente? (una buena pregunta que en la Iglesia deberíamos hacernos al más alto nivel sería: ¿Las cosas se hacen porque hay que hacerlas, o para obtener resultados concretos y reales? A simple vista parece una perogrullada, pero ¡piensen un poco!).
La empatía consiste en identificarse con los destinatarios. No puedes ofrecer un buen servicio a quien desconoces, ni puedes acercarte eficazmente a quien condenas en secreto. Por cierto que esto no significa para nada transigir con los desatinos de la sociedad actual, pero sí amar su cultura y aprender su lenguaje. Entender a su gente (que no es igual que la de 1965) y saber que les preocupa. Sin estas premisas los cristianos seremos como loros amaestrados que proclaman su mensaje aprendido al vacío, a la nada...¡Qué distinto a Jesús! Algo que me maravilla del discurso que los Evangelios dejan traslucir era la enorme capacidad del Maestro de empatizar con las preocupaciones y anhelos de los hombres de su época: es esa una de las claves de su gigantesco impacto, y un ejemplo definitivo y sublime de empatía.
Servicio. He ahí la tercera y última clave. La Iglesia es experta en servir, eso sí. Por eso debemos seguir haciéndolo. Y por eso hay que terminar con el enorme gasto de tiempo y esfuerzo que conlleva mantener una cultura "de consumo propio", dejar de perder el tiempo con paranoias pseudo teológicas y pseudo-espirituales. Con grupos, reuniones, encuentros, peregrinaciones o convivencias estériles, que ni ayudan a crecer a los de dentro, ni acercan la salvación a los de fuera. Por supuesto que hay que alimentarse espiritualmente y que hay que vivir en comunidad, pero sin olvidar que el examen final de todo nuestro peregrinaje por acá versa sobre el servicio, ni más ni menos (Mt 25, 35-45).
Hay una nutrida tropa de personas a quienes amar, para quienes, sencillamente, es preciso estar ahí. No les hace falta más condenación de la mucha que ya llevan en sus vidas, pero necesitan como el comer, perdón, aceptación, ayuda, corrección y motivación.
Tal vez, finalmente, la sociedad nos lo agradezca, o tal vez no, pero, con sinceridad, creo que ese es el único "poder" al que podemos aspirar.
El único, ya, que nos podemos permitir.
Un abrazo a todos.
josue.fonseca@feyvida.com