Hay dos clases de presunción. O bien el hombre presume de sus capacidades (esperando poder salvarse sin la ayuda de lo alto), o bien presume de la omnipotencia o de la misericordia divinas, (esperando obtener su perdón sin conversión y la gloria sin mérito) (Catecismo de la Iglesia Católica, 2092)

 

“Capítulo uno: Bajo por una calle y hay un hoyo grande. Yo no lo veo y caigo en él. Es profundo y oscuro. Tardo mucho tiempo en lograr salir. No es mi defecto.

Capítulo dos: Bajo por la misma calle. Hay un hoyo grande y lo veo, pero caigo de nuevo en él. Es profundo y oscuro. Tardo mucho tiempo en lograr salir. Todavía no es mi defecto.

Capítulo tres: Bajo por la misma calle. Hay un hoyo grande y lo veo, pero todavía caigo de nuevo en él. Empieza a ser un hábito. Pero ya voy aprendiendo a salir rápidamente del hoyo. Reconozco mi defecto.

Capítulo cuatro: Bajo por la misma calle. Hay un hoyo grande. Lo rodeo.

Capítulo cinco: Bajo por una calle diferente”.

¿Cuál es la moraleja de esta historia? El hombre es el único animal que tropieza dos y tres y cuatro y cinco veces en la misma piedra, pero siempre puede levantarse e intentarlo de nuevo.

¿Cuántas veces has oído hablar de conversión? Unas cuantas, ¿verdad? ¿Y cuántas te han dicho o te has dicho que tienes que cambiar en algo? Posiblemente otras tantas. Es más, incluso es posible que cuanto más empeño has puesto en cambiar, o en “convertirte”, ha sido peor.

Y ¿cuántas veces has pensado tirar la toalla? ¿Cuántas veces has pensado que era inútil volverlo a intentar? ¿Cuántas no te habrás dicho: para qué confesarme si siempre es lo mismo?

Cuando hablamos de conversión podemos caer en dos errores. El primero es pensar que uno tiene que cambiar de vida, mejorar en algún aspecto de la vida cristiana, a base de puro esfuerzo. Uno se remanga y dice: ¡vamos a por ello! Y cuando fracasa una y otra y otra vez, llega el desánimo. Conclusión: ¡no puedo!

El otro error es pensar que Dios lo hace todo. Entonces sólo tengo que pedírselo. Rezo y rezo y rezo hasta que me salen callos en las rodillas de tanto rezar. Y nada, no consigo nada. Dios no me escucha. No quiere que cambie, qué le vamos a hacer.

La conversión es la unión de dos elementos. Uno, la gracia de Dios. Está claro. Toca el corazón. Ilumina nuestro camino para que veamos las piedras con las que estamos tropezando. Nos da los medios sobrenaturales para cambiar. El otro, mi voluntad, porque por mucho que el Señor me muestre el hoyo que hay en la calle, si no colaboro con la gracia, caeré de nuevo en el agujero. Entonces, ¿cómo puedo convertirme? “A Dios rogando y con el mazo dando”, una y otra vez, porque la conversión es una tarea de toda la vida.

… la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que recibe en su propio seno a los pecadores y que, siendo santa al mismo tiempo que necesita de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación. Éste esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del corazón contrito, atraído y movido por la gracia a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero[1].



[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1428.