Al pedir a los periodistas que no desinformen el Papa pone el dedo en la llaga, pero no al modo de Santo Tomás, movido por la duda, sino de San Pablo, espoleado por la certeza. Porque la desinformación, y esto lo sabe Francisco, es la piedra angular del nuevo periodismo, que ha dejado de ser el de Tom Wolfe, para ser el de Vasile, pues ha sustituido el sustrato literario por el golpe bajo, la prosa bien hecha por el efectismo, consciente de que al espectador no le importa tanto el modo de relatar los hechos de los apóstoles como el linchamiento de Rouco.    

Esto es especialmente perceptible en España, donde ideología y el sectarismo se disputan el puesto de redactor jefe en casi todos los medios de comunicación. Salvo un puñado de excepciones, no hay aquí periódico, radio o televisión que no tenga como objetivo deformar la verdad, especialmente cuando informan sobre la Iglesia, a la que en el mejor de los casos otorgan rango de soldadito de plomo, es decir de institución con buenas intenciones, pero lenta de reflejos. Y el peor, por el modo que la picotean, de palomo cojo. Ni uno, entre los críticos, tiene la deferencia, o la intución, de equipararla al menos al patio feo.