“Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz del cielo que decía: Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto”. (Mt 3, 1617)
Apenas unos días después de celebrar los misterios de la Navidad, la Iglesia propone a los cristianos la vida pública de Jesús. Vida pública que empieza no con el milagro de las bodas de Caná, sino con el bautismo del Señor en el Jordán. En muy poco tiempo, la liturgia nos hace pasar de la cuna a la madurez, como en las películas. Esto tiene el inconveniente de que nos hace olvidar lo que constituyó la mayor parte de la vida de Cristo: la etapa de Nazaret. De este modo se corre el riesgo de olvidar que Cristo, con toda la urgencia que tenía por salvar a la humanidad, estuvo treinta años "sin hacer nada". En realidad no es que no hiciera nada, pero vivió sin hacer milagros -al menos públicos- y sin predicar. Era Dios y, por lo tanto, era amor también en esa etapa, a pesar de lo cual se mantuvo en la oscuridad, dejando pasar un tiempo que, a nuestros ojos, era precioso y que, seguramente, le habríamos aconsejado que aprovechara de otra manera. Pero, como Dios es más sabio que nosotros, nos conviene aprender de Él e intentar imitarle, también en algo tan paradójico como la vida oculta en Nazaret. Imitar a Jesús en esa larga etapa de su existencia está, curiosamente, muy a nuestro alcance. Le imitamos, por ejemplo, cumpliendo bien nuestras obligaciones profesionales, cuidando de nuestra familia, siendo buenos ciudadanos, siendo buenos enfermos, buenos jóvenes o buenos jubilados. No está a nuestro alcance hacer milagros -aunque sí pedirlos-, pero sí podemos vivir bien la vida normal y corriente que nos ha tocado vivir. También sin llamar la atención se puede ser santo y hacer el bien. Como Jesús.
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