Me escribía hace poco un buen amigo, cuyo hermano había decidido donar su cuerpo para la investigación científica una vez que falleciera, que aquella determinación a él le producía “un curioso estado de perplejidad”, argumentando que “desde Atapuerca, los humanos hemos enterrado a los muertos, precisamente porque la secuencia de acontecimientos en la vida de las personas, necesita un proceso de sentimientos, de la misma forma que en la trama narrativa (planteamiento, nudo y desenlace)”. “Omitir un entierro, -afirmaba- impide que el proceso de dolor precedente, no tenga un punto de inflexión, una crisis y un final, completando el duelo y comenzando entonces el proceso de la memoria, suavizada poco a poco en el tiempo”.
Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp. Rembrandt (1632). |
Me pregunté entonces cuál sería la opinión de la Iglesia al respecto. Y la verdad es que como todas las cosas que tienen que ver con la vida y con la muerte, que sea la pena de muerte (pinche aquí si desea conocer su pronunciamiento), que sea la inicineración de cadáveres (haga aquí lo propio), no falta efectivamente un pronunciamiento eclesiástico sobre el tema. Y a pesar de que el número 2300 del Catecismo diga que “los cuerpos de los difuntos deben ser tratados con respeto y caridad en la fe y la esperanza de la resurrección. Enterrar a los muertos es una obra de misericordia corporal, que honra a los hijos de Dios, templos del Espíritu Santo”, el 2301 explicita:
“La autopsia de los cadáveres es moralmente admisible cuando hay razones de orden legal o de investigación científica”.
Una extraña manera de aludir a la investigación con cadáveres, “autopsia cuando hay razones de investigación científica”, pero que indudablemente alude al tema que nos ocupa aquí.
Sin salir del ámbito estrictamente eclesiástico, existe aún otro pronunciamiento eclesiástico emitido través del Pontificio Consejo de Pastoral de la Salud. Dicho consejo, creado por Juan Pablo II en 1985, publica en mayo de 1995 el documento “Carta de los agentes sanitarios”, en cuyo número 87 dentro del Capítulo II (b) titulado “Vivir”, hablando de la donación de órganos que divide entre los que provienen de donante vivo y o los que provienen de cadáver, realiza esta declaración con indudable interés para la cuestión que aquí analizamos:
87. En el segundo caso no estamos en presencia de un viviente sino de un cadáver. Se ha de respetar siempre como cadáver humano, pero ya no posee la dignidad de sujeto ni el valor de fin de una persona viviente. “El cadáver no es ya, en el sentido propio de la palabra, un sujeto de derecho, porque está privado de la personalidad que sólo puede ser sujeto de derecho”. Por tanto “destinarlo a fines útiles, moralmente indiscutibles y elevados” es una decisión “no reprobable, sino más bien de justificación positiva”.
Es necesario tener la absoluta certeza de estar en presencia de un cadáver, para evitar que se extraigan órganos que provoquen o aunque solo sea que anticipen la muerte. La extracción de órganos de cadáver es autorizada si está seguida de un diagnóstico de muerte certificada del donador. De ahí el deber de “tomar medidas para que un cadáver no sea tenido y tratado como tal antes de que la muerte no haya sido debidamente constatada”.
Para que una persona sea considerada cadáver es suficiente la comprobación de la muerte cerebral del donador, que consiste en la “suspensión irreversible de todas las funciones cerebrales”. Cuando la muerte cerebral total es constatada con certeza, es decir, después de una cuidadosa y exhaustiva verificación, es lícito proceder a la extracción de los órganos, como también prolongar artificialmente las funciones orgánicas para conservar vitales los órganos en vista de un trasplante".
©L.A.
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