Revelaciones de la Beata Ana Catalina Emmerick sobre los Reyes Magos

 

La adoración de los Reyes Magos

Vi la caravana de los tres Reyes llegando a una puerta situada hacia el Sur.

Un grupo de hombres los siguió hasta un arroyo que hay delante de la ciudad, volviéndose luego. Cuando hubieron pasado el arroyo, se detuvieron un momento para buscar la estrella en el cielo. Habiéndola divisado dieron un grito de alegría y continuaron su marcha cantando. La estrella no los conducía en línea recta, sino por un camino que se desviaba un poco al Oeste.

Pasaron delante de una ciudad pequeña, que conozco bien, detrás de la cual los vi que se detenían y oraban en dirección al Sur, en un sitio agradable al lado de un caserío. En este lugar, y delante de ellos, surgió un manantial de la tierra, lo que los llenó de regocijo. Bajaron y cavaron para esta fuente un pilón que rodearon de arena, piedras y césped. Acamparon allí durante varias horas, abrevaron y dieron de comer a sus animales, y tomaron ellos también un poco de alimento, pues en Jerusalén no habían podido descansar a consecuencia de sus diversas preocupaciones. Más tarde, vi a Nuestro Señor detenerse varias veces cerca de esta fuente, con sus discípulos.

 

La estrella, que brillaba durante la noche como un globo de fuego, se parecía ahora a la luna vista durante el día; no era perfectamente redonda, sino como recortada; a menudo la vi oculta por las nubes.

Sobre el camino directo de Belén a Jerusalén había gran movimiento de viajeros, con equipajes y asnos. Probablemente eran gentes que volvían de Belén después de haber pagado el impuesto, o que iban a Jerusalén al mercado o para visitar el Templo. El camino que seguían los Reyes era solitario, y Dios los llevaba sin duda por allí para que pudieran llegar a Belén durante la noche, sin llamar demasiado la atención.

Los vi ponerse en camino cuando ya el sol se hallaba muy bajo. Iban en el mismo orden, en que habían venido ;  Ménsor, el más joven, iba delante; luego venía Saír, el cetrino, y por fin Teóceno, el blanco, que era también el de más edad.

Hoy a la hora del crepúsculo, vi el cortejo de los santos Reyes llegando ante Belén, cerca del mismo edificio en el que José y María se habían hecho inscribir y que era la casa solariega de la familia de David. Sólo quedan algunos restos de muros. Había pertenecido a los padres de San José. Era un gran edificio rodeado por otros más pequeños, con un patio cerrado, delante del cual había una plaza plantada de árboles con una fuente.

En esta plaza vi a unos soldados romanos, porque la casa era como una oficina para el cobro de impuestos. Cuando llegó el cortejo, cierto número de curiosos se agrupó a su alrededor.

Habiendo desaparecido la estrella, los Reyes sentían alguna inquietud. Se les aproximaron algunos hombres y los interrogaron. Ellos echaron pie a tierra, y unos empleados vinieron desde la casa a su encuentro con ramas en la mano, y les ofrecieron algunos refrescos. Ésta era la costumbre para dar la bienvenida a extranjeros distinguidos. Yo, entonces, pienso : «son mucho más amables con ellos que con el pobre San José, tan sólo porque han distribuido pequeñas piezas de oro».

Les hablaron del valle de los pastores como de un buen lugar para levantar sus carpas. Ellos se quedaron durante largo rato indecisos. Yo no les oí preguntar nada acerca del rey de los judíos recién nacido. Sabían que Belén era el sitio designado por la profecía; pero, a causa de lo que Herodes les había dicho, temían llamar la atención.

Pronto vieron brillar en el cielo, sobre un lado de Belén, un meteoro semejante a la luna cuando aparece; montaron entonces nuevamente en sus cabalgaduras, y costeando un foso y unos muros ruinosos, dieron la vuelta a Belén, por el Sur, y se dirigieron al Oriente hacia la gruta del Pesebre, que abordaron por el costado de la llanura donde los ángeles se habían aparecido a los pastores.

Cuando hubieron llegado cerca de la tumba de Maraha, en el valle que está detrás de la gruta del Pesebre, se apearon. Sus gentes deshicieron muchos envoltorios, levantaron una gran carpa que llevaban e hicieron otros arreglos, con ayuda de algunos pastores que les indicaron los sitios más convenientes.

El campamento se hallaba en parte arreglado, cuando los Reyes vieron aparecer la estrella, clara y brillante, sobre la colina del Pesebre, dirigiendo hacia ella perpendicularmente sus rayos de luz. La estrella pareció crecer mucho y derramó una cantidad extraordinaria de luz.

Yo los vi mirando primero todo con un aire de gran asombro. Estaba oscuro; no veían ninguna casa sino tan sólo la forma de una colina semejante a una muralla. De pronto sintieron un gran júbilo, pues vieron en medio de la luz la figura resplandeciente de un niño.

Todos se destocaron para demostrar su respeto; luego los tres Reyes fueron hacia la colina y encontraron la puerta de la gruta. Ménsor la abrió, viéndola llena de una luz celeste, y al fondo a la Virgen, sentada, sosteniendo al Niño, tal como él y sus compañeros la habían visto en sus visiones.

Volvió sobre sus pasos para contar a los otros lo que acababa de ver.

Entonces José salió de la gruta, acompañado por un viejo pastor, para ir a su encuentro. Los tres Reyes le dijeron con toda sencillez cómo habían venido para adorar al rey recién nacido de los judíos, cuya estrella habían visto, y para ofrecerle sus presentes. José los acogió muy afectuosamente, y el anciano pastor los acompañó hasta su séquito y los ayudó en sus arreglos, junto con otros pastores que se encontraban allí.

Ellos mismos se prepararon como para una ceremonia solemne.

Los vi ponerse unos grandes mantos, blancos con una cola que tocaba el suelo. Tenían un reflejo brillante, como si fueran de seda natural; eran muy hermosos y flotaban ligeramente a su alrededor. Eran éstas las vestiduras ordinarias para las ceremonias religiosas. En la cintura llevaban unas bolsas y unas cajas de oro colgadas de cadenas, cubriendo todo esto con sus amplios mantos. Cada uno de los Reyes venía seguido por cuatro personas de su familia, además de algunos servidores de Ménsor que llevaban una mesa pequeña, una carpeta con flecos y otros objetos.

Los Reyes siguieron a San José, y al llegar bajo el alero que estaba delante de la gruta, cubrieron la mesa con la carpeta y cada uno de ellos puso encima las cajas de oro y los vasos que desprendieron de su cintura : eran los presentes que ofrecían entre todos.

Ménsor y los demás se quitaron las sandalias, y José abrió la puerta de la gruta. Dos jóvenes del séquito de Ménsor iban delante de él; tendieron una tela sobre el piso de la gruta, retirándose luego hacia atrás ; otros dos los siguieron con la mesa, sobre la que estaban los presentes.

Una vez llegado delante de la Santísima Virgen, Ménsor los tomó, y poniendo una rodilla en tierra, los depositó respetuosamente a sus plantas. Detrás de Ménsor se hallaban los cuatro hombres de su familia que se inclinaban con humildad. Saír y Teóceno, con sus acompañantes, se habían quedado atrás, cerca de la entrada.

Cuando se adelantaron, estaban como ebrios de alegría y de emoción, e inundados por la luz que llenaba la gruta. Sin embargo, allí sólo había una luz : la Luz del mundo.

María, apoyada sobre un brazo, se hallaba más bien recostada que sentada sobre una especie de alfombra, a la izquierda del Niño Jesús, el cual estaba acostado dentro de una gamella cubierta con una carpeta y colocada sobre una tarima, en el lugar en que había nacido; pero en el momento en que ellos entraron, la Santísima Virgen se sentó, se cubrió con su velo y tomó entre sus brazos al Niño Jesús, cubierto también por su amplio velo.

Ménsor se arrodilló, y colocando los presentes ante él, pronunció palabras conmovedoras rindiéndole homenaje, cruzando las manos sobre el pecho e inclinando su cabeza descubierta.

Entre tanto, María había desnudado el busto del Niño, el cual miraba con semblante amable desde el centro del velo en que se hallaba envuelto; su madre sostenía su cabecita con uno de sus brazos y lo rodeaba con el otro. Tenía sus manitas juntas sobre el pecho, y a menudo las tendía graciosamente a su alrededor.

¡Oh, qué felices se sentían de adorar al Niño Rey aquellos buenos hombres venidos de Oriente!

Viendo esto me decía a mí misma: «Sus corazones son puros y sin mancha, llenos de ternura y de inocencia como corazones de niños piadosos. No hay nada violento en ellos, y sin embargo están llenos de fuego y de amor. Yo estoy muerta, yo no soy ya más que un espíritu; de otro modo no podría ver esto, pues esto no existe ahora, y sin embargo existe ahora; pero no existe en el tiempo; en Dios no hay tiempo; en Dios todo es presente; yo estoy muerta, ya no soy más que un espíritu». Mientras me asaltaban aquellos pensamientos tan extraños, escuché una voz que me decía : «¿Qué te puede importar eso? Mira y ataba al Señor, que es eterno y en quien todo es eterno».

Fuente: Beata Ana Catalina Emmerick

Nacimiento e infancia de Jesús

Edit. Edibesa, Madrid. Pág. 88 y ss.